Como hemos superado, con penas y glorias, un primer proceso electoral y estamos a la vuelta de la esquina de otro, y como toca hacer reflexión (sobre todo a los de las “penas”) en lo tocante a las razones y las sinrazones que llevan a los ciudadanos a “tomar partido” en el momento de ejercer su derecho al voto, se me ocurre comentar aquí algunas cosicas.
La primera es que la democracia como forma de gobierno es bastante imperfecta, pero hasta ahora no existe otra mejor, así que hay que apechugar con los resultados de las urnas, nos gusten más o nos gusten menos; y, sobre todo, los líderes de los grupos políticos están obligados moralmente a entenderse y no causarle al pueblo el “perjuicio” económico de tener que repetir unos comicios, como ya ocurriera antes de la pasada legislatura, ¡que anda con dios, el gastazo de millones!, además de los sueldos devengados por sus señorías por no hacer nada en el periodo de si sí o si no; ¿recuerdan?
¿Qué elementos pueden hacer imperfecta una democracia? Bueno, primero hay que decir que existen muchas variantes en las democracias del mundo, no todas están cortadas por el mismo patrón. El hecho, por ejemplo, de existir listas abiertas o listas cerradas, marca una gran diferencia. ¿Qué es eso de listas abiertas y cerradas? Pues sencillamente, que una democracia con listas cerradas, como la que tenemos en España (con la salvedad de una parte de los candidatos al Senado), se convierte en la práctica en una “partidocracia”, pues son los partidos los que “precocinan” las listas electorales para que los votantes las “tomen o las dejen” (son lentejas; las tomas o las dejas). En cambio, unas elecciones con listas abiertas, cosa que sería muy deseable en las municipales por razones de que conocemos más al personal, permitirían a los votantes marcar con el boli aquellos candidatos de su elección; y ya no valdría el orden que “precocine” el partido, sino que dicho orden se conformaría a posteriori por la cantidad de cruces que cada cual obtuviese; y el que más cruces sacara, el alcalde.
Otro aspecto que puede causar cierta imperfección en el sistema es que los candidatos de las listas cerradas, colocados en ellas y ordenados a criterio de las ejecutivas o de quienes corten el bacalao en los partidos políticos, podrían no tener las mejores aptitudes para la óptima gestión de lo público (hablo en términos generales y en modo condicional, ¡ojo!). Ese es un riesgo que hemos de aceptar. A ningún candidato se le exige pasar unas pruebas de aptitud mediante las cuales quede demostrado que da el perfil idóneo según para qué puesto político opte. Así que los ciudadanos tenemos que confiar en que las ejecutivas o quienes corten el bacalao en los partidos, no nos zampen en las listas a ningún mindundi, sino a personas de reconocida valía (es lo deseable); aunque dichos órganos políticos no son ningún “tribunal” público de selección, eso está claro, y su actuación puede estar condicionada por mil causas (dejémoslo ahí). Y se da la paradoja de que para obtener una plaza de subalterno hay que estudiar un temario y superar una oposición, con la calificación de un tribunal público; en cambio para llegar a un puesto político de relevancia (pongamos por caso un director general, un consejero o un alcalde), no hay que estudiar nada ni examinarse de nada, basta con estar en el sitio adecuado y en el momento oportuno (permítanme el simplismo), para que lo elijan a dedo o lo posicionen en una lista electoral. Aunque luego, de las decisiones y de las gestiones de esa persona, en según qué ámbitos, va a depender la suerte o la calidad de vida de muchos ciudadanos (no hay más que echar un vistazo objetivo al panorama de nuestras administraciones para entender esta realidad).
Y ya, por citar un tercer elemento distorsionante, no hay que perder de vista la enorme influencia que ejerce en una democracia la ley electoral por la que se rija. La nuestra, la llamada “Ley d’Hondt”, es bastante imperfecta, y muchos son los políticos que hablan de la necesidad de cambiarla, pero a la hora de la verdad no se ponen de acuerdo para ello. ¿No creen ustedes que lo justo sería que los votos de todos los ciudadanos españoles tuvieran el mismo valor?, ¿verdad que sí? Pues no señor. No es de esa manera. Los votos de los madrileños, por ejemplo, comparados con los de los sorianos, son pura calderilla. Un diputado por la circunscripción de una gran ciudad cuesta un número de votos muy superior al diputado por la circunscripción de una provincia con relativamente pocos habitantes.
Y ya, tras este somero análisis, mi intención era entrar en los motivos que le pueden pasar por la cabeza al votante en el momento de hallarse ante la soledad de la urna. Creo, en principio, que podemos afirmar que existen varios tipos de votantes: uno es el de los votantes de corazón, los de “contigo, pan y cebolla”, los que no les hace falta meditar, ni pensar, ni siquiera estudiar las propuestas del programa, nada, sino ir a piñón fijo, con fidelidad a ultranza. Otro tipo de votantes es el de los que mantienen o practican una disciplina ideológica; sobre todo, los afiliados a un partido político, pues se entiende como cosa normal que si gozan de la pertenencia a grupo y de la camaradería de sus correligionarios, lo propio es que voten con lealtad a su partido.
Estos dos tipos anteriores de votantes siempre lo hacen en sentido positivo, es decir, votan “a favor de”. Pero existe otro grupo, que podríamos pensar díscolo, que ocasionalmente vota “en contra de”; o sea, no le importan las “bondades” de la papeleta elegida, sino el “castigo” que con su decisión inflige al partido opuesto al de dicha papeleta.
Luego, para terminar, y pasando por un extenso abanico de razones o de sinrazones para meter el voto en la urna, podríamos citar al votante librepensador, el que “pasando” de ideologías, sopesa y medita qué es lo mejor para su país, región o municipio, dependiendo de las circunstancias del momento, y vota en consecuencia. Pero estos son los menos.
©Joaquín Gómez Carrillo
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