Según la poca filosofía que me enseñó Don Aurelio Guirao en el Instituto, recuerdo que Parménides, un sabio griego que vivió cinco siglos antes de que Jesucristo anduviese por el mundo, fue el que pensando, pensando, se le ocurrió aquello tan enigmático de “Lo que es, es; y lo que no es, no es” (y se quedó calvo). Pues bien, de esa frasecica, que parece que no es na, pero que tiene mucha enjundia, Parmenides empezó a sacar conclusiones, y descubrió nada menos que las cualidades del Ser. El Ser viene a ser Dios, pues el Ser es el que Es; ¿no recuerdan ustedes la pelí de los Diez Mandamientos, cuando la Voz de la zarza ardiendo en el Monte Sinaí le dice a Moisés (que era Chalton Heston): “Yo Soy el que Soy?” Pues Moisés le había preguntado: “Señor, ¿quién le digo al Faraón que me manda para pedir la liberación del pueblo hebreo?” (La cosa tenía su miga, pues los esclavos hacían un papelón en la construcción de la pirámide, y solo recibían la comida por la servida, ¡un chollo pa los políticos del Faraón!, así cualquiera hace pirámides…); y la Voz entonces, sin inmutarse, le responde: “Tú dile que te manda Yo Soy”. (¡Madre mía, qué marronazo!, pensaría Moisés rascándose la cabeza). “¿Pero quién eres tú, Señor?” (Insistiría el pobre, temeroso de que el Faraón le contestara “¿Queeé?, ¿qué suelte a los esclavos? ¡Por aquí se va a Madrid!”) Pero nada; la voz sigue en sus trece en la película (me acuerdo de aquellas sesiones maravillosas del Cine Capitol, en cuyos intermedios ponían el Tema de Lara), y se vuelve a definir a sí misma diciendo a Moisés “Que Es el que Es” (Y punto. Así que venga, ¡ligerico!, a dar el recao cuanto antes al jodío Ramsés, que era Yul Brynner, con la cabeza más pelá que mano de mortero; que si no hace caso, pasaremos entonces al plan B).
Bueno, pues resulta que una de estas cualidades del Ser (que hemos dicho que es Dios), deducidas por Parménides a través de su famosa frase, no es otra que la “ubicuidad”, es decir que el Ser se halla en todas partes. No puede haber ningún lugar en donde no se halle el Ser, pues si pensamos un sitio donde no esté el Ser –explicaba Don Aurelio–, estaría entonces el no Ser; pero como el no Ser no existe porque “lo que no es, no es”, pues por narices tiene que estar “lo que es”: el Ser. ¿Está claro?
(Si encuentran ustedes el artículo un poco enrevesado, no se preocupen, es que se trata de una idea filosófica y hay que leerlo un par de veces, pero al final es sencillo).
Luego, bastantes siglos después del mentado sabio griego, el “Catecismo de Ripalda” (su autor fue un cura jesuita español del siglo XVI), con el cual se adoctrinaba a los niños en la religión católica a base de preguntas y respuestas, decía: “¿Dónde está Dios?”, para que el niño respondiera: “Dios está en todas partes.” (Cosa que había descubierto Parménides hacía la tira de tiempo).
Yo, con toda humildad, no me atrevo a asegurar aquí y ahora hasta qué punto algunas acciones perversas del ser humano, a lo largo de la historia, aparentemente han llegado a poner a prueba y en peligro, cuando no arruinar por completo, la propiedad de la ubicuidad de Dios (el Ser, de Parménides, o el Dios de Abraham y Jacob, del Monte Sinaí). Al menos, esa terrible duda fue planteada por una persona que había descendido a los infiernos de los campos de exterminio nazi. Yo la escuché por la tele, y dijo que allí, en aquel horrible lugar, que ni el mismísimo Dante habría podido imaginar para el infierno de su Divina Comedia, era imposible que estuviese Dios.
En fin. Había empezado todo esto para hablarles del incendio de la catedral de Notre Dame, y de la prisa con que han aparecido donantes dispuestos a apoquinar millones por un tubo para su reconstrucción. Claro que las donaciones desgravan ante Hacienda, y si además, en este caso, dan puntos para el pasaporte al Cielo, pues miel sobre hojuelas. Yo ni las critico ni me escandaliza el que se ofrezcan cantidades inmensas de dinero para reparar un patrimonio arquitectónico-religioso, y no para otras cosas, como salvar vidas humanas. Cada cual, con su dinero puede hacer como le parezca. Es dinero privado, como el de algunos clubes de fútbol cuando fichan estrellas del balón. Además, no me parece mal que esto se haga con capital privado. (La Sagrada Familia, de Barcelona, quiso Gaudí que fuese un “templo expiatorio”, y solo se construye con donaciones).
Y sobre todo me parece muy acertado que se acometan cuanto antes las obras de reparación de Notre Dame. Pues es (era) un templo precioso, que yo pude visitar con Mari, mi joven y bella esposa, a finales del año 1980, cuando nos marchamos a París de viaje de recién casados en mi Renault-5. Eso ahora es impensable. Además, ese día, no sé si por ahorrarnos el metro o por qué, nos fuimos callejeando con el R-5 desde la Plaza de Natión, donde teníamos el hotel, hasta “l’Île de la Cité” (la Isla de la Ciudad, pues el Sena se divide en dos brazos, que luego se vuelven a juntar y, en medio, está la imponente catedral de Notre Dame).
Pero aparte del inmenso valor artístico de dicha catedral, para todo creyente es también una casa de Dios; aunque, ¡ojo!, no más importante que la más humilde de las capillas. Y, desde luego, ningún lugar de este mundo es mejor morada divina, si se cree, que el propio corazón de todo ser humano.
©Joaquín Gómez Carrillo
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