INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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22/12/18

El candil de los pobres

 .
Claveles silvestres en la sierra de Los Paredones (Cieza)
Entonces eran jóvenes y por la noche solían amarse a la luz moribunda del candil, aunque ella, desde el principio de los días, había sentido siempre una vergüenza atávica de mostrarse a su marido y jamás abandonó el refugio de un camisón de franela, abotonado desde el cuello hasta los pies. Después él, que tenía un ojo con la niña corrida cual la yema rota de un huevo frito, apagaba la luz de un soplo y, con los dedos índice y pulgar, aplastaba la pavesa de la torcida para que no siguiera humeando en el reducido habitáculo bajo tierra del casón. Todas las noches hacía lo mismo al soplar al candil, salvo aquella aciaga en que hubo de añadirle aceite para que la llama continuara encendida hasta el amanecer, mientras el cierzo de enero amenazaba a ratos con derribar la puerta.

Su padre, años antes, le había señalado aquel terreno cubierto de chaparros, estepas y lentiscos, cuando subían con las bestias aparejadas a por yeso a la Sierra Blanca. “¡Menudas cepas de vino se criaban aquí!”, solía exclamar el hombre al cruzar aquella vaguada del monte, y con la punta de la esparteña abría un pequeño surco en el suelo para comprobar el color oscuro de la tierra molla.

Más arriba abundaban los claros calvos y yesosos, poblados solo de asperones, donde un par de veces por semana trepaban ellos con herramientas de picapedrero y arrancaban trozos de roca, que luego los cocían allí mismo en un horno improvisado, para sacarles el espíritu de agua que había quedado atrapado en sus entrañas cuando Dios hizo el mundo. Su padre era experto en el oficio y poseía los conocimientos por tradición familiar. Así que, tiempo atrás, habían excavado allí mismo un hueco redondo en el suelo, con una entrada por la parte inferior del declive de la ladera, y habían revestido sus paredes interiores a base de piedras vivas, muy bien careadas con ripios; luego sólo tenían que arrimar las rocas blancas, sacadas con esfuerzo de una pequeña cantera, y, formando una cúpula indestructible dentro del cilindro del horno, cargaban éste hasta el ras; después cortaban leña en los alrededores (sabinas, enebros, espinos…) y encendía lumbre bajo la pequeña bóveda. Y Durante seis horas mantenían un fuego lento para que se deshidratara el mineral; luego solo había que machacarlo y pasar el yeso por un garbillo.

Con la II República, algunos jornaleros del campo, hambrientos de pan y tierra, roturaban pequeños ralencos en lugares agrestes. Era como en la “conquista del Oeste”: se paraban en una loma o en un barranco o en un puntalillo y echaban su linde con la vista. Luego picaban con ahínco, llevando tierra de un lado a otro a capazos, moviendo las peñas con la ley de la palanca y trazando hormas para sacar bancales. Y todo aquel esfuerzo era, más que con la vana ambición de salir de pobres, con la pequeña ilusión de plantar unos olivos, un algarrobero, unas higueras o varias cepas de viña, que escapasen por fin al sistema posfeudal de señoritos y medieros que imperaba entonces en el cultivo de la tierra. Así que él un día, con una soga de esparto verde y ayudado por su padre, marcó aquella tierra elegida en la montaña y se dispuso a hacerla suya.

Ella era muy joven cuando se casaron, pues apenas había cumplido los dieciocho, pero en los tiempos malos la vida pasaba muy de prisa y los hijos de los labradores abandonaban pronto la cáscara de la niñez, y, pasando por alto la adolescencia, se convertían en jornaleros prematuros de manos curtidas. En cuanto a las muchachas, además de trabajar como peones en el campo, las inculcaban desde chiquiticas para que al día de mañana, cuando pasaran de la potestad del padre a la posesión del marido, fueran mujeres de su casa, que en esencia no significaba otra cosa que obedecer con sumisión al esposo, ayudarle en todas las tareas agrícolas, organizar y cuidar de los asuntos domésticos, incluido el averío y demás de animales, y ocuparse de criar los hijos, cuantos y cuando Dios los mandara.

Él la había conocido el año antes, en la recogida a destajo de la oliva, cuando los fríos inmisericordes del invierno se apostaban bajo la corteza helada de la tierra y esta crujía al pisarla como si hubieran escondido cascarones de huevos rotos, al tiempo que en los ribazos umbrosos florecían las escarchas perpetuas. La zagala era menuda, de piel morena, de cabello negro enzarzado y de ojos oscuros que poseían el brillo hechizante de las mujeres de Arabia. Él metía pequeñas piedras en una lumbre de urgencia y, cuando habían adquirido calorcillo en su interior, se las entrega a ella para que aliviara con su tacto el dolor de los dedos ateridos.

En primavera fue a contar con el suegro, una tarde en que el hombre estaba rileando la viña con un araete, y, después hacerle al muchacho caminar buen rato a la par sin darle respuesta, le puso al fin una condición. Si te llevas a la Resure, le advirtió, tendrás que trabajar mis campos cuando llegue el tiempo de la sementera, la época de la siega o los días de la trilla.

Isaac entonces aceptó, asegurando a su vez que no era de los que iban por la vida con una mano delante y otra detrás.

Yo tengo una tierra mía pa trabajar, dijo con firmeza.

Aquella noche aciaga la pasarían los dos en vela. Isaac añadiría aceite en la candileja para que la llamita oscilante continuara espantando la oscuridad del casón. La Resure y él, sentados en dos posetes de madera, el uno frente al otro, guardaban un tortuoso silencio que apretaba con un nudo sus corazones; dolía el paso de las horas, duras como piedras, de la madrugada, y se oía, lobuno, el gemido del cierzo, que descendía de los riscos como un alud invisible, sacudiendo el pinar con furia y embistiendo con cornadas de toro la puerta de tablas de la cueva.

Cinco años atrás, cuando subía con su padre a por yeso a la Sierra Blanca, se había decidido a conquistar aquella tierra montaraz y plantar en ella unos majuelos de viña. Entonces eran tiempos nuevos, de república e ilusión; así que arrancó arbustos, allanó barrancos y movió peñones con la fuerza de su brazo. Luego, a punto de empezar a vendimiar los primeros racimos de uva negra, fue cuando se fijó un día en la Resure, una criatura de apenas quince años, y le propuso a su padre llevársela a su tiempo y hacerla su mujer. Se hablaron tres años, nunca solos; en presencia siempre de los padres y sin apenas rozarse.

Llegada la fecha, el párroco de la iglesia les dijo que se tendrían que casar en la sacristía, pues aquel sábado por la tarde habían engalanado el templo para la boda de una hija de señoritos que iba a casarse en la misa mayor del domingo. De modo que entrarían de noche por la puerta del callejón y el cura les impartiría de urgencia el sacramento.

A la mañana siguiente, la Resure siguió a su marido por un sendero de mulas hasta su nueva morada: una cueva que Isaac había excavado a pico en un testero del monte. Fue un trabajo arduo que le llevó varios meses, hasta lograr aquel refugio bajo tierra, junto al terruño que con grandes esfuerzos y sudores había logrado arañar al monte y poner en producción. El casón tenía una entrada angosta cual un pequeño túnel cuesta abajo, luego se ensanchaba como una madriguera, albergando al fondo, en el suelo de tierra, un minúsculo hogar donde encender lumbre y colocar un puchero, con su chimenea al exterior. Luego, según se entraba, a la izquierda, el muchacho había construido un reducido habitáculo ciego donde colocarían para dormir una yacija de perfollas de panizo.

Ella, por una senda angosta que culebreaba entre chaparras, iba todos los días con un cántaro de barro apoyado en su cadera a coger agua de una poza; cortaba leña en el pinar, emparejando un haz y cargándolo a cuestas, y, al amparo del oscurecer para que no la viesen los guardas del monte, arrancaba unas manadas de esparto de las atochas y hacía guita para venderla luego a los hombres de las tendidas, con la que ataban los bultos y los metían en las balsas. En tanto, el marido echaba peonadas en los campos, si quiera para medrar un poco y poder sacar los pies del tiesto de la estrechez. Dejaba el casón muy temprano y regresaba a la puesta del sol. No obstante, la mujer no estaba por el día en completa soledad, pues a la sierra acudía entonces mucha gente a buscarse la vida, sobre todo, leñadores, de ambos sexos y de todas edades.

El primer hijo no fue varón. Aunque la Resure no tuvo por ello, ya que en su casa habían sido todas hermanas: cinco vivas; aparte, tres que murieron del garrotillo, un tipo de difteria que era el azote de las criaturas y primera causa de mortandad infantil. Las mujeres que la partearon en la cueva, le cortaron la “tripa” a la recién nacida con la navaja y se la ataron con un bramante; la envolvieron en una colchica y se la entregaron a la joven madre para que le diera de mamar los calostros. El Isaac trajo un columpio de los de echar la fruta, que sirvió de cuna. De nombre, le pusieron Hilaria.

Cuando empezaron a romperle los dientes, la Resure mandó al marido a por un lagarto, y este lo cazó de un peñazo apuntándole con su ojo sano (de pequeñico, su padre le reventó sin querer la niña del otro por ir a darle un vastugazo al burro). Ella coció la cabeza, extrajo todos los dientecillos del saurio, los metió en una bolsita de tela y se la cosió a la niña en su ropica cual sortilegio. Sin embargo, fue a sus trece meses cuando dejó de respirar una noche del mes de enero. El garrotillo (nombre alusivo al “garrote vil” de la pena de muerte) ahogaba sin remedio y ni los médicos lo podían remediar entonces.

Luego, tras la noche en vela, el Isaac salió del casón al amanecer para ir al trabajo; y entonces, volviendo la cara contra el viento duro, reveló a la mujer el porqué no había que preocuparse: “¡No hay qu’hacer na, Resure!”, le dijo. Pues como no era varón, aún no la habían inscrito en el registro civil. Así que ella, tomó un azadón y, dentro de la cueva, hizo un hoyico en el suelo y la depositó como un trozo arrancado de su alma.

Al año y medio, vendría otra criatura, que tampoco sería niño, y la mujer le pondría también Hilaria, como si la siniestra muerte hubiera obrado en vano. Mas para entonces habían dejado la cueva, cuya entrada selló el hombre con grandes piedras.
©Joaquín Gómez Carrillo

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"