Dicen los sesudos académicos de la lengua que “las pascuas”, dicho en plural, es el tiempo que va de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo hasta el día de Reyes, inclusive. Pero yo creo que en realidad, pascuas, pascuas, son solo dos en tal periodo de días, pues mi abuela, que era mujer analfabeta y sabia a un tiempo, decía: “Ya s’ha pasao la pascua, San Silvestre y año nuevo; ahora queda que pasar la pascua de los caballeros”, refiriéndose a la pascua militar, que se celebra el día 6 de enero, coincidiendo con la festividad de la epifanía o adoración de los Reyes Magos (que por cierto, la Biblia no dice que fueran reyes, sino tan solo “unos magos de Oriente”, que se presentaron en Jerusalén preguntando por “el Rey de los judíos”, pues habían visto nacer su estrella y querían adorarlo, llevándole oro, incienso y mirra; lo cual, como ustedes ya saben, levantó la liebre para que Herodes se mosqueara y mandara llevar a cabo el famoso genocidio de cientos de criaturas inocentes).
Bueno, luego por otra parte está el dicho popular ese de “…hasta San Antón, pascuas son”, y nos deja con la duda existencial de si acaso, tras la fiesta castrense, en la que el rey arenga a los generales medallúos en el salón del trono del Palacio Real, existe otra pascua más que desconocemos. Aunque más bien creo que fue una frase inventada por los amantes de la parranda, que se resistían a dejar los dulces navideños y las copas.
Pero aparte del alcance de “las pascuas”, las formas de celebrarlas han cambiado una barbaridad. Miren, en los tiempos de mi abuela, y aún cuando yo era chiquitico, se mataba el pavo en casa, por eso se decía: “La pascua viene y a los pavos no les conviene”. También ocurría que no todo el mundo tenía posibilidad de hacerlo; ello se deduce del villancico: “… esta noche es Nochebuena/, noche de matar el pavo/, y le echaremos las plumas/ a la vecina de al lado”. También hay que mencionar que los medieros de la tierra, en vísperas de la Natividad, le llevaban un pavo a su señorita, aunque ellos y su prole no tuvieran nada para mejorar la mesa en las pascuas. La costumbre era ley.
Mi madre criaba pavos para sacarles unos duros. Los vendía, o los trocaba, a los recoveros. Pues estos iban por los campos ejerciendo el oficio de la recova: compraban o cambiaban telas y baratijas por huevos o animales de corral. Mi madre solía quedarse con algún género de los que ellos llevaban; elegía normalmente géneros sufridos, como pana o lienzo; tejidos que fueran resistentes para remendar o confeccionar atuendos de trabajo, ya que cuando se trataba de ropa de vestir, mi madre solía comprar el género en la tienda de Ballesteros o de Enrique Semitiel y llevarlo a la modista (la Amparo la Calahorra, a quien siempre le tuvimos gran estima, hizo a mi padre el traje de novio, y a mí el hatico de la primera comunión).
Algunos años, según fuera la economía familiar, que normalmente era de subsistencia, mi madre apartaba un pavico y le daba matarile en la Nochebuena tal como le había enseñado a hacer la suya. Pues mi abuela era una mujer dispuesta y no se arredraba por nada, y en el asunto de sacrificar animales para el consumo de la casa se pintaba sola. Ella se exculpaba de sus actos con una frase explícita cuando retorcía el cuello a un pichón, estrangulaba un pollo con la caña de la escoba o mataba un conejo de un pescozón de kárate de cinturón negro. Decía: “¡que se joda, que no hubiera nacío pollo, o palomo, o conejo…!” Aunque el asunto del pavo, por razones ya de la edad, lo dejaba para mi madre.
Mi abuela se manejaba bien con la costura; tomaba el albayalde y marcaba por aquí y por allá para hacerse unas sayas, un delantal o unas enaguas, o para remendar las prendas (ella decía: “quien remienda su sayo, pasa su año”). Aunque a fin de mes tenía que ausentarse para ir a cobrar la paguica de la vejez (se decía así: “vejez”), que se llevaba dos duricos para que el hombre de la ventanilla le entregara dos billeticos de cien, de los de Julio Romero de Torres, con el cuadro de la mujer morena, los cuales alzaba en el culo de un arca, entre los pliegues de un hábito del Santo Cristo que había vestido por ofrecimiento y que conservaba con bolas de alcanfor.
Mi madre lo pasaba mal con la muerte del pavo; se santiguaba de forma repetida y rezaba entre dientes al menos un Padrenuestro, un Señor mío Jesucristo y un par de Avemarías, y a veces hasta una Salve; luego daba un filo a la navaja en la piedra amoladera y se disponía a ejecutar su misión, para lo cual metía al pavo en un saco y, sacándole la cabeza por un agujero, lo colocaba encima de una silla mirando hacia el respaldo y se sentaba encima para sujetarlo.
Aunque un año al menos, que yo recuerde, mi madre se libró de matar el pavo, porque después de entrar al corral la jineta y dejar solo un gallico americano que dormía en una estaca cerca del techo del gallinero, hubo de adquirir una pava a una vecina para llevarla a la señorita. Lo cual que mirándolo por ese lado, fue para ella una liberación.
©Joaquín Gómez Carrillo
¡Cuántos, recuerdos, Joaquín! En mi casa llegamos una Navidad a matar 23 pavos, que mi madre tenía de encargo. Y uno para la casa. Ese, como de costumbre, sangrado para hacer las "pelotas"
ResponderEliminar¡Pues ya eran pavos!
ResponderEliminarMuchas gracias Ricardo.
¡Feliz año nuevo!
Me ha llamado la atención lo que decía su abuela. En la almeriense Sierra de los Filabres, concretamente en Alcóntar (pueblo de mi padre) se cantaba con soniquete de villancico así: Ya se ha acabado la Pascua, San Silvestre y Año Nuevo, ya solo quedan los Reyes que es Pascua de caballeros" y desde pequeña, mi padre nos despertaba con su laúd y esta coplilla desde el día 2 al 5 de enero...
ResponderEliminar¡Quéee bonito!, María García. Si es que entre Almería y Murcia solo hay un paso.
ResponderEliminarMuchas gracias por comentar.
Un saludo afectuoso.