Tomate ciezano criado con agua de la acequia y "tierra madre", sin ningún tipo de pesticidas ni abono químico (solo el trabajo del hombre, que era yo). |
Nuestros mayores cuentan que en la larga y dura posguerra de los años cuarenta llegaron a comer cortezas de naranjas, mondas de patas o algarrobas, disputadas a veces a las bestias en el pesebre. Entonces, muchos alimentos estaban intervenidos por la autoridad, como el pan, que durante 16 años no estuvo a venta libre en España, sino miserablemente racionado, o no lo había en las tiendas. Además, a la enorme carestía se sumaba el fraude, el desvío de las partidas de harina, aceite, azúcar, arroz, etc., al mercado negro, el estraperlo (a veces en connivencia con la propia “Fiscalía de Tasas”, el órgano oficial creado para controlar dicho mercado negro). Por tanto, algunos se enriquecieron con el hambre del pueblo. Y eso todavía lo pueden contar los viejos, que ahora se ponen muy tristes al ver cómo se tira el pan por la calle; literalmente, al suelo o a la basura.
Sin embargo, el problema es otro hoy en día. Y esto sin perder de vista que coexiste un cuarto mundo entre nosotros (personas que hurgan en los contenedores y rompen bolsas de basura buscando algo que llevarse a la boca, o personas que acuden a los comedores sociales para beneficiarse de la caridad, normalmente de la Iglesia u organizaciones afines, pues las administraciones, que deberían ser por ley abanderadas de la justicia social, funcionan con lentos engranajes políticos y presupuestarios). Y sin perder de vista que somos espectadores de ese vergonzoso cuarto mundo (yo no he presenciado nunca más mendigos sin techo, envueltos entre cartones bajo los soportales de la Plaza Mayor, que cualquier noche de feliz, fría, alegre, consumista y derrochadora Navidad, en Madrid), nosotros, sin embargo, los que llevamos la cartera llena de tarjetas bancarias y tenemos al alcance de la mano cualquier producto en las tiendas, nos encontramos con otro sutil problema: qué comeremos que nos perjudique menos la salud.
De los productos naturales hay que fiarse relativamente y de los elaborados, a saber lo que les meten. No obstante, las etiquetas están para algo, y el poder de los consumidores sería inmenso si éstos tuvieran mayor conocimiento y unión a la hora de seleccionar en las estanterías. Y en eso hay mucha labor que hacer por parte de las uniones de consumidores. ¿Alguien sabe, por ejemplo, como se producen los huevos en las granjas avícolas? La administración obliga a marcar en el cascarón de cada uno de los huevos que se ponen a la venta con un código numérico; y ese código, entre otras informaciones, indica el estado de las gallinas. No me digan que no es importante saber eso, pues no es lo mismo el que los animales estén sueltos en un recinto abierto y comiendo cereales, que enjaulados sin poder moverse. No es lo mismo, y en los huevos se nota.
Miren, en España todavía se permiten las granjas de gallinas enjauladas en un ínfimo espacio metálico, donde el ave no se puede revolver durante su vida (útil), y en el interior de una nave cerrada y carente de luz natural, pues les encienden y apagan el alumbrado eléctrico cada 8 horas, de forma que para los biorritmos de las gallinas, los días (artificiales) pasan a ser de 16 horas, y así estas ponen 3 huevos cada dos días reales; aparte de una alimentación con pienso artificial plagada de sustancias extrañas, aunque lo permita la legalidad sanitaria española. Lean en los estuches de los huevos y hagan la prueba; notarán la diferencia entre los huevos de las gallinas enjauladas y los de las que permanecen sueltas.
¿Dónde está el poder de los consumidores? Muy sencillo. Imaginen que a mucha gente informada se nos abren los ojos y dejamos a un lado los estuches de huevos de las gallinas que sufren la tortura de esas estrechas jaulas individuales. Cuando venga el tío de la empresa que repone, preguntará al encargado del súper: “¿Cómo es que están aquí casi todos los huevos sin vender?” El otro dirá que el consumidor es libre, que por un poco más de dinero se lleva los huevos de mejor calidad. El de la empresa distribuidora lo comunicará a su jefe y éste al dueño de la granja. De manera que si hay unión e información por parte de los consumidores, esto obligará al fulano de la granja a cambiar el sistema, pues no le será rentable producir huevos que no se venden.
Otro de los productos con letra pequeña en la etiqueta es la miel, algo supuestamente natural y beneficioso para la salud. Pues fíjense como hasta en primerísimas marcas hay tarros que ponen: “miel originaria de la UE”, y otros que ponen “Mezcla de miel originaria y no originaria de la UE”. El consumidor puede elegir. Pues la “no originaria”, normalmente se trata de importaciones de miel de China, y de todos es sabido que allí las abejas tienen los ojillos oblicuos.
¿Comemos frutas y verduras? Hombre, en la agricultura intensiva, cuyos productos invaden los supermercados, se utilizan pesticidas por un tubo, algunos prohibidos en otros países más sensibilizados con la salud alimentaria. Pero qué le vamos a hacer… Lo más recomendable es consumir productos de temporada, que lógicamente llevarán menos mejunjes para criarlos.
©Joaquín Gómez Carrillo
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