Astorga (León), Palacio episcopal, obra del genial Antonio Gaudí |
En otro tiempo ocurría que las personas pacíficas tenían cierto temor a los delincuentes, y estos a su vez temían a la justicia como el diablo al agua bendita; de forma que existía una especie de «equilibrio» entre las víctimas (o las víctimas potenciales), los malhechores y la intervención de la autoridad, cuya sola presencia imponía respeto a todos. Pero ahora la cosa ha cambiado de forma sustancial: los trasgresores de la ley temen bastante menos, ¡o no temen nada!, la acción de la justicia y mucho menos al ejercicio policial de la autoridad (es lo que tiene la libertad mal entendida). De modo que se ha roto ese «equilibrio» que les decía. Lo cual supone más «miedo social» entre las personas de bien a ser agredidas o molestadas en su vida normal.
El caso del fulano ese que agredió estos días atrás, de forma bárbara, a un pacífico ciudadano por defender este el buen uso de un parque público de nuestro pueblo, eso clama al cielo; sin embargo no es nada nuevo. Es una desgracia el que haya en esta sociedad gente tan violenta y de tan mala índole, pero es lo que hay. Roguemos a dios que no tengamos ningún conflicto –de forma involuntaria– con personas de semejante ralea.
Entonces, ¿qué debemos hacer?: ¿no sacar la defensa por nada?, ¿no llamar la atención a nadie que se esté comportando incívicamente en nuestra presencia?, ¿no prestar ayuda a quien se halle sufriendo agresión, menosprecio o avasallamiento por parte de individuos que no respetan las cosas ni las personas?, ¿tenemos que hacer la vista gorda?, ¿apartarnos?, ¿ahuecar el ala?, ¿seremos de alguna manera, por miedo a meternos en camisa de once varas, cómplices tácitos de quienes estropean la normal convivencia social?
Miren, a Don Quijote lo inflaban a palos también por salir en defensa de los oprimidos, de los cautivos, de los indefensos o de los menesterosos. Pero Don Quijote no sentía miedo porque su ser pertenecía a otro mundo, al de las ideas, donde no existe el temor humano. Cuenta el libro que cierto día, cuando el caballero andante oyó los gritos de un muchacho que estaba siendo agredido impunemente, no se escabulló por otro camino, no fuera a ser que se metiera en un fregao sin comerlo ni beberlo; no señor; Don Quijote, valientemente, se fue derecho hacia donde venían los lamentos; y allí se encontró con que el rico Juan Haldudo, un menda lerenda de mucho cuidao, estaba azotando al pobre Andrés de manera inhumana (la criatura se hallaba amarrada a un árbol y con el torso desnudo). Entonces el hidalgo conminó al agresor a que depusiera inmediatamente su actitud inmoral, y no le valieron prendas al maltratador sus falsas acusaciones contra el pastorcillo. Así que Don quijote puso las cosas en su sitio mediante juiciosas razones de caballero (obviamente, no había lugar a presentar denuncia ante la «Santa Hermandad» de aquel delito flagrante que se estaba cometiendo en mitad de un descampado). Aunque la lástima fue que el bandido de Haldudo no era caballero como Don Quijote creyó de buena fe, sino un vulgar mangarrián con dineros y poca humanidad hacia el desdichado Andrés, y mintió como un bellaco prometiendo que lo iba a dejar en paz (su palabra, como la de algunos políticos actuales, valía menos que «caca de la vaca»). Mas quiso Cervantes, en su burla literaria contra la vocación caballeresca de su personaje del libro de caballería más famoso de la Historia, que una vez ido del lugar el pobre Alonso Quijano, el malvado Haldudo continuara propinando una soberana tollina al muchacho.
Pero en nuestros días ya no hay lugar para quijotes («...se murió aquel manchego, aquel estrafalario fantasma del desierto…», aseguraba León Felipe), y pocos se atreven hoy en día a dar un toque de atención al infractor ante conductas antisociales o delictivas. Si alguien dice a alguien: «oiga, coja esa cosa de su perro que ha dejado en la acera», alguien se puede llevar una fresca, porque los caraduras, en su terreno, ganan a los prudentes; si alguien advierte a algún zagal: «nene, deja el arbolico del jardín, que te lo vas a cargar», alguien puede tener que tragarse una respuesta descarada del gamberrete que ya apunta maneras, cuando no un insulto del progenitor, en su caso. Y no digamos ya si el asunto es de mayor calado y, por meterte a redentor, te chupas una agresión física, como el pobre lituano, mentado arriba, por hacer una defensa del sentido común. En resumidas cuentas, que hay un comprensible miedo a ponerse uno en evidencia, pues nunca se sabe...
Pero esto no debería de ser así; desde lo más leve hasta lo de mayor gravedad, aparte de denunciar donde proceda, hay que advertirlo al infractor; de lo contrario, la convivencia social y la calidad de vida se resiente y se tambalea, mientras los maleantes campan por sus respetos.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 27/02/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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