Bella estampa del Segura en la presa de "El Jarral", Abarán (Murcia) |
Estoy leyendo el libraco “Dispara, yo estoy muerto”, de la escritora Julia Navarro. ¡Pedazo de novela!, que va de un tema ya tratado hasta la saciedad en la literatura de las últimas décadas: Los paulatinos asentamientos judíos en Palestina desde el sigo XIX, el regreso de la diáspora, dispersa por el mundo desde hacía dos mil años; el holocausto en la Segunda Guerra Mundial y la creación definitiva por resolución de las Naciones Unidas del estado de Israel. Mas a pesar de ello, hay que ver la cabecica que tiene su autora, para escribir, y muy bien escrito, un tochazo de tropecientas y pico páginas con infinidad de personajes magníficamente encajados en la narración. Se lo recomiendo a ustedes.
Les aclaro lo de que el asunto de la novela no es nada original, porque, entre otros texto, está el famoso libro “Éxodo”, de León Uris, publicado a finales de los cincuenta, donde a través de la saga de Ari Ben Canaan repasa las mismas vicisitudes históricas del sionismo y la lucha del pueblo judío por regresar a la tierra bíblica de sus antepasados. Yo no tendría más de 17 o 18 años cuando lo leí y reconozco que es uno de esos libros que marcan, que dejan huella. También se lo recomiendo igualmente. Porque uno encuentra en ellos muchas de las claves que, en la desinformación informativa de bastantes medios actuales, no se dan cuando se habla del “problema palestino” y la imposibilidad de convivencia pacífica entre los dos pueblos: el árabe-palestino y el judío-palestino-israelí. Eso, hoy por hoy, es como querer mezclar el agua con el aceite. Imposible.
Le salva mucho a Julia Navarro, primero la coherencia de la trama con infinidad de personajes, que en nada tiene que envidiar, por ejemplo, a “Cien años de Soledad”, de García Márquez; y segundo la pretendida pirueta “conciliatoria” de intentar describir la historia desde dos prismas diferentes, según la viven las dos sagas que habitan en su narración: la familia árabe de los Ziad y la judía, proveniente de Rusia, de los Zúker. Y también, que con estos temas tan apasionantes, a pesar de estar tan trillados como ya dije al principio, siempre hay nuevas generaciones de lectores que, quizá por no conocer la mucha tinta corrida sobre ellos, toman estos libros con el interés de la novedad, o en general con el gusto de que una nueva ficción, magníficamente construida, te “refresque” el conocimiento de algo que ya archisabías por infinidad de libros leídos. Es mi punto de vista.
¿Pero por qué esta especie de “mini ensayo” sobre una novela en boga, como es “Dispara, yo ya estoy muerto”, para llegar al mensaje introductorio del título del presente artículo? Les digo: la diferencia entre dos poblaciones, tan cerca y tan lejos, como son la villa de Abarán y la ciudad de Cieza. Bueno es algo que leyendo el libro me ha pasado por la mente: Si los judíos, dispersos por el mundo desde la destrucción de Jerusalén en el siglo I a manos del general romano Vespasiano, han reclamado por derecho histórico el regreso a Palestina y lo han conseguido, ¿por qué no van a reclamar los moros, también por derecho histórico, asentarse políticamente de nuevo en su “soñado” Al-Andalus o en la zona levantina, o en el Valle de Ricote sin ir más lejos, donde vivieron más de ochocientos años? (Fíjense que algunos dichos, con el tiempo dejan ya de tener rigor, por ejemplo eso que decíamos de “...esto va a durar más que los moros en España”; eso ya no tiene validez porque los moros, de facto, están otra vez aquí).
Así que si en este desbarajuste español que últimamente tenemos, que por un quítame allá estas pajas de los partidos políticos se tambalea y peligra la unidad de nuestra nación, los moros vienen y toman por derecho histórico “sus antiguas tierras”, a los ciezanos no nos pillan, porque Cieza nunca fue árabe ni musulmana, pues antes de que “nos dieran la muerte por pasar la puente”, aquí ya no quedaban moros: se habían ido todos de la medina de Siyâsa y nuestro pueblo, surgido en su día en el promontorio de la Fortaleza que domina el Segura, y en torno a una iglesiucha que daría origen luego a la ermita de San Bartolomé, era solo cristiano. No como Abarán, en cuyo escudo municipal, además de la cruz de Santiago, luce la media luna árabe.
De modo que ahí quería yo llegar. En la inocente rivalidad pueblerina de nuestras localidades, hermanadas por la cercanía y separadas por su idiosincrasia, no solo podemos decirles a nuestros vecinos, a modo de piropo, que nadie tiene los glúteos tan prietos como las abaraneras, de tanto subir cuestas, sino que cuando regresen los árabes, que ya están aquí y cada día se ven más chilabas, reclamarán quizá sus callejas morunas, mientras que nosotros los ciezanos..., ¡oye!, que se asienten si quieren en la solana del castillo, donde esa grúa bastarda está durando ahí plantada más que el conejo de las pilas.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 20/02/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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