Museo de anclas "Philip Cousteau" en Salinas (Avilés), Asturias |
Resulta que es miércoles, día cuatro de febrero, y hace un tiempo de perros, un viento gélido y feroz: el pelacañas, que decían los huertanos antiguos. Cuando aprieta este aire duro, que encañona por el Almorchón, no deja títere con cabeza en los cultivos de hortalizas: seca la tierra y azota sin misericordia las plantas. Pero nosotros resistiremos, y a lo mejor cuando se publique éste artículo ya ha vuelto el clima benigno, y en seguida, como dice el refrán: “en febrero busca la sombra el perro”. Aunque por otra parte advierte el contrarrefrán: “febrerillo el loco, un día peor que otro”, o “si febrero vuelve la cola, hasta al pastor se le cae la garrota.”
Y resulta también que, sintiendo hoy en la cara el soplo desagradable del cierzo, me he acordado de cuando, niños, acudíamos a una escuela rural a aprender poco más que a leer, escribir y las cuatro reglas. Esas escuelas que ahora parece ser que ha dicho el Ayuntamiento (qué no dirá o prometerán que van a hacer los políticos cuando barruntan las elecciones...) que las va mandar arreglar, las que sean municipales, claro, pues algunas de ellas son privadas desde hace tiempo, como la de Bolvax o la de la Torre. Pero me han venido a la memoria aquellas mañanas de frío intenso, cuando había que andar el camino de ida y vuelta pisando la tierra helada, que crujía bajo nuestros pies cual si hubiera enterrados cascarones de huevos.
Como se nos iba una hora, más o menos, en llegar, teníamos que levantarnos cuando estaba todavía tan oscuro como la boca de un lobo. Afuera ululaba el viento, el cual se sentía estrellarse con estrépito contra el cañón de la chimenea, contra los muros de piedra y aljezones, contra el pino grande de la esquina, territorio de gorriones que piaban de frío al amanecer, y contra las ventanas de las cámaras altas de la casa, cuyas hojas de madera, viejas, rajadas y mal ajustadas en sus marcos, carecían de vidrios. Mi padre había encendido la lumbre. Era lo primero que hacía todas las mañanas cuando se levantaba siempre con el segundo canto del gallo, pues la casa era “estación términi” de todos los caminos y hasta ella iban llegando los leñadores y demás personas que se ganaban la vida en la sierra. Pasaban, se calentaban delante de las llamas, liaban un cigarro, y continuaban su marcha senda arriba, los pobres.
Sobre la tarima del tinajero ponía mi madre una zafa de porcelana para lavarnos la cara, en ella había vertido un poco de agua de uno de los cántaros de barro de la cantarera. La casa era grande, pero desangelada; huelga decir que no tenía luz eléctrica ni agua corriente ni cuarto de baño. El agua fría espabilaba y quitaba el sueño, nos decían (“¡echarse dos manotás de agua a la cara y a correr!”). Pero más que nada, aquella sensación hostil nos predisponía para salir a la calle y enfrentarnos a las bajas temperaturas. A veces la “pelúa” que había caído durante la noche era tan rigurosa, que los vasijos del agua aparecían cuajados de hielo: los tiestos de las gallinas en el corral, el pilón del aljibe donde abrevaban las mulas o el caldero de cinc que tenía mi madre para fregar los cacharros. Casi todos los inviernos se helaba la fuente y eso era espectacular: bajo el caño alegre del agua, donde tanta gente iba a llenar sus garrafas en el buen tiempo, aparecían carámbanos y figuras cristalinas como lirios transparentes, mientras que la balsa grande se convertía en pista de patinaje y se podía caminar sobre el hielo. Tan gélido era aquel rincón umbrío en las proximidades del Pozo de la Nieve, que bajo los ribazos del olivar se mantenía la escarcha sin deshacerse desde la mañana hasta la noche.
A los días entonces parecía costales trabajo amanecer, pero cuando la luz grisácea empezaba a colarse por la puerta entreabierta de la calle y comenzaban a disiparse las telarañas de la noche, apagábamos de un soplo el candil de aceite que estaba colgado de una púa bajo la alacena, y, con nuestro hatico limpio y nuestras carteras con el estuche, el plumier, los cuadernos y los escasos libros, partíamos andando hacia a la escuela. (Mi madre, preocupada siempre, nos aconsejaba andar ligeros con el fin de espantar el frío: “¡andar a escape pa’que s’os quite el helor del cuerpo!”).
Cuando íbamos por el Carril de las Tendías, algunas mañanas crudas e invernales, era tal la bofetada constante del cierzo, que éste parecía querer arrastrarnos como hojas secas y lanzarnos a los barrancos. Así que teníamos que avanzar a trompicones y dando saltitos como los pajaricos del frío. Luego, al llegar a la escuela, con las manos ateridas y la piel cortada, con los pies azompados como si no fueran nuestros y las orejas comidas de sabañones, nos sentábamos en los pupitres y esperábamos a que la maestra apuntara en la pizarra la lección del día.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 07/02/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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