Hace años una viuda reciente, la cual para no volverse loca por el insomnio montaba grandes puzzles en su alcoba hasta el amanecer, me confesó resumiendo su situación desesperada: “¡es que mi marido era mucho hombre...!” Yo hoy, como de él ya se ha dicho todo en vida y no encuentro mejores palabras para adornar su muerte, proclamo también que Gabriel García Márquez era mucho escritor.
La verdad es que no recuerdo con exactitud cuándo empecé a sentirme cautivado por la prosa de García Márquez; supongo que fue cuando leí las primeras páginas de “Cien años de soledad” y me topé de pronto con el gitano Melquíades, quien a pesar de tener “barba montaraz” y “manos de gorrión”, era un hombre lleno de curiosidad y de asombro al que le importaba más dar a conocer los descubrimientos de la ciencia, que obtener beneficio de las truculencias.
Luego, a lo largo de los años, fui comprando todos sus libros conforme aparecían en Círculo de Lectores, y siempre recordaré el gusto de tenerlos en mis manos por primera vez y la emoción contenida al romper despacio, como si formara parte de un ritual, el envoltorio de plástico para empezar a saborear las primeras palabras de cada historia, las primeras frases que le abrían a uno la puerta de ese mundo garcíamarquiano con eterno sabor caribe y una realidad llevada hasta el límite de la fantasía: “mundos tan nuevos donde las cosas carecían de nombre y había que señalarlas con el dedo”, “galeones españoles en mitad de la selva”, “muchachas que habían de alquilar su ser diariamente a cientos de hombres para pagar una deuda a su abuela desalmada” o “loros que no sólo habían aprendido a rezar el Credo, sino que eran capaces de recitar la misa en latín.” Todo era posible y creíble en sus narraciones.
Recuerdo que al principio tuve que abandonar la lectura de “El otoño del patriarca” porque no era capaz de entrar en sintonía con el relato (dicen que cuando Mozart presentó su Réquiem, la obra musical más grande jamás escrita, el público no pudo entenderla y constituyó un aparente fracaso). Luego, cuando llegué a comprender el portento literario de García Márquez a través de sus obras, retomé de nuevo dicho libro y no solo me lo bebí de cabo a rabo, sino que lo releía como si fuera un inmenso poema. Precisamente, de “El otoño del patriarca” había explicado su autor, que cuando lo escribió en Barcelona, se tiraba a veces ocho horas de trabajo para conseguir tan solo una página. Eso da una idea de la vocación, el empeño y la devoción que él sentía por el noble oficio de escritor.
Ahora muchos hablarán de lo que nos deja Gabriel García Márquez: un legado literario sin igual, unos libros desbordados de imaginación y maestría, verdaderas obras de arte. Pero yo, como Machado en su poema de “la muerte de Don Guido”, también quiero apuntar sobre aquello que él se lleva: la satisfacción por el fruto de su trabajo y el reconocimiento universal. El escritor colombiano ha tenido más fama en vida que Cervantes en toda la posterioridad. Algunas de sus obras salían en primera edición con un millón de ejemplares y duraban cuatro días en las tiendas. Era tal el interés de los lectores de Hispanoamérica, que sus libros llegaban a venderse fotocopiados y de matute en los “manta” callejeros.
Se puede decir que ha disfrutado de una vida literaria intensa y exitosa, y lo que es más importante: ha “vivido para contarla”. ¿Qué más se puede pedir? La muerte no existe por más que hablemos de ella, sólo existe el don de la vida, que un día ha de tener final para todos. Gabriel García Márquez quiso ser escritor y lo consiguió con mucho esfuerzo, trabajo y perseverancia. Además llegó a lo más alto, cuando en 1982 se presentó en Estocolmo vestido con guayabera para recoger el máximo galardón.
De sus novelas, que yo he releído como se relee el Quijote, tengo muy claro que me quedaría siempre con “El amor en los tiempos del cólera”. Pienso que es la más bella, la más humana y la más mágica. Creo que es una novela de amores de toda clase, desde el amor más perseverante y firme que Florentino Ariza siente por Fermina Daza, a la cual ama desde la adolescencia y no consigue tomarla hasta haber cumplido los setenta, hasta los amores de urgencia, que se ejecutaban en la siguiente parada del tranvía de una ciudad mulata y sensual como Cartagena de Indias.
Hoy lamentamos la ausencia del escritor, pero siempre nos quedara su obra y la creación de un mundo literario único que nos enriquecerá la imaginación, que dará felicidad a muchos lectores y que viviéndolo nos hará más personas. Además, siempre nos quedará Macondo.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 26/04/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
No hay comentarios:
Publicar un comentario