Las Maridías con el pico de las Beatas y, al fondo, la Atalaya |
El otro día tuve la ocasión de pasar por Las Maridías y de hablar un poquico con mi amigo Antonio Ballesteros Baldrich, que como era domingo, gozaba espacioso de aquella su casa y de aquel lugar con encanto, donde aguzando los oídos se puede distinguir en la quietud el canto de los pájaros y el borboteo del agua en el caño del manantial.
El caso es que íbamos un grupo de senderistas (“Los Quintos”) de retorno del Alto de la Higuera, un lugar espléndido, desde donde se contempla de frente toda la majestuosidad del Almorchón y la aguja imposible del Peñón de Antonio, mientras abajo, a un tiro de piedra, se halla el pequeño embalse del Cárcabo, cuyas aguas anegan en su fondo una antigua mina de carbón que al parecer no llegó a explotarse por acuerdos políticos entre el gobierno del rey Alfonso XIII y las compañías mineras inglesas, las cuales siempre han suministrado a España el carbón más barato que el extraído en nuestros yacimientos (en la actualidad llevamos décadas subvencionando con dinero público a los empresarios españoles del carbón para que no dejen de lucrarse y manden al paro a los mineros).
Entonces se me llenó la mente de recuerdos de otro tiempo pasado, y de un invierno de los años sesenta en que estuvimos cogiendo oliva en Las Maridías (dos familias campesinas como una troupe de gitanos). Éramos muy jóvenes, casi unos niños, mal abrigados para el trabajo y peor calzados, y enero sacaba sus garras como una bestia de frío para arañarnos la cara. La recolección se hacía a la antigua usanza: se vareaban los olivos y se recogía del suelo la aceituna. A veces los días eran tan umbrosos, que las hondonadas del olivar se convertían en el reino de las escarchas perpetuas; entonces encendíamos chospes con matojos secos bajo los ribazos, luego metíamos piedras en el rescoldo y cuando éstas habían acumulado el exiguo calor, nos las echábamos a los bolsillos para mitigar el dolor en los dedos ateridos.
Mi amigo me emplazó para otro día con más sosiego, pues mis compañeros de montaña, con el andar de los excelentes senderistas, ya se dirigían hacia el Cerro de las Beatas, de cuyo yacimiento ibérico sólo quedan –porque son difíciles de destruir e imposible llevárselas– las oquedades esculpidas en la roca de su necrópolis. (Cuarenta años antes, un día que fuimos mi padre y yo a coger un enjambre, agarrado a una peña del barranco, recuerdo que todavía se veía gran cantidad de cerámica y de signos de antigua civilización en la ladera del cerro).
Apretando el paso, enlacé de nuevo con la fila india de compañeros que zigzagueaba por entre los pinatos buscando una senda de cabras por la que ascender al collado de la antigua cantera de yeso y regresar a la Herrada. Entonces hallé algo cambiada por el tiempo la geografía de los caminos y recordé que aquella cosecha de aceituna que recolectamos por un tanto con nuestro trabajo de hormigas, todas las tardes al oscurecer, la íbamos depositando en la casa de Las Maridías. Era la manera tradicional: se cogía una a una del suelo, se transportaba en capazos y en serones de pleita hasta la troje (aún existe, pintada con almagra sobre el ladrillo moruno, la numeración de las trojes de la Almazara de los Mateos en lo que ahora es la sala abovedada de conferencias del Museo de Siyâsa) y allí se dejaba hasta el momento en que había que llevarla al molino y molturarla pagando una maquila en especie.
La “minicordillera” de la Serreta, divisoria entre la Herrada y la vertiente del Ginete, es terreno yesoso, de ahí que Cieza tuviese antes una industria importante del yeso. Subiendo por la carretera de Mula, encontramos primero la cantera de Migaseca, con sus hornos de “quemar” la piedra; más adelante, tras una empinada cuesta y cercana al observatorio forestal, la de La Carmen; y, pasando la Casa del Tardío en dirección al Collado de Ocasión, la cantera del Pavo (Agustín Cano, con su camioncico, nos montaba algunas veces cuando coincidíamos en nuestra andadura diaria a la escuela del Maripinar siendo niños).
Ahora la casa de Las Maridías, de aspecto nuevo y entorno ajardinado, no se parece mucho a aquella otra algo destartalada y vieja de la memoria. El día en que fuimos a llevar la oliva a la almazara de Los Castellanos, en el campo de Ricote, partimos con los carros cargados de madrugada y, tras un periplo de 24 horas de duro trabajo y sin dormir, volvimos con las zafras llenas de aceite y los monos repletos de piñuelo. Y recuerdo que eran las 4 de la mañana cuando las mulas cayeron de rodillas en una cuesta del camino del Madroñal y pusieron fin a tan penosa tarea
©Joaquín Gómez Carrillo
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