Ruinas de la alcazaba de Medina Siyâsa en Cieza |
En estos meses de invierno estamos en el tiempo de las matanzas y en los campos suelen organizarse fiestas domingueras con multitud de invitados, donde, entre sartenadas de gachamiga dura que no las salta un galgo, chuletas a la brasa y abundante vino, el personal se come medio marrano, ¡o más!, y se queda tan fresco. Esto es lo que se acostumbra hacer ahora, casi retornando a las reuniones tribales de sociedades primitivas, en las cuales se celebraba la buena suerte de una cacería metiéndose al cuerpo una tripada de carnuza.
Pero han de saber ustedes que hace años, la matanza tenía otro sentido y se realizaba de distinta manera, ya que los cerdos, tanto en el campo, como en algunas casas del pueblo, se criaban por necesidad y su sacrificio venía a constituir el avío familiar para una buena temporada.
Antes, cuando existía una sociedad rural casi autosuficiente, la crianza de animales de corral formaba parte de la estrategia de subsistir. (Ahora, a pesar de que hay muchísimas construcciones por todos los parajes, estas viviendas ya no son “casas de campo”, sino “casas en el campo”, pues en ellas habitan, aunque sea de forma esporádica, gentes urbanas que arrastran consigo modos urbanos de comportamiento). Por entonces, en primavera se compraba un marranico lechón, a veces desplazándose a otros pueblos y a otros mercados para conseguirlo, el cual se iba alimentando con cereales, frutas, verduras o desperdicios de la cocina, dejándosele corretear por corrales y ejidos para que “hiciera hueso”. Más tarde, cuando era ya un cochino grandecico, había que caparlo para dejarlo libre de “inquietudes sexuales”, cosa que hacía el veterinario en caso de las hembras (siendo macho lo hacía el “capaor”, aunque no faltaba nunca alguien mañoso de la vecindad que, a lo vivo y con una navaja bien amolada, dejaba al animalico hecho un “eunuco” en un santiamén). A partir de ahí, tranquilo y sin ardores hormonales, y atado a una buena estaca, comenzaba el engorde del cochino.
Durante varios meses, el cerdo vivía a cuerpo de rey: a base de buenas raciones de pienso de primera calidad y comiendo masas de harina con salvado y berbajos de harinilla en una gamella de madera. En él tenían puestos sus ojos los amos de la casa; no en vano lo amansaban rascándole la barriga para que durmiera plácidamente en la cochiquera, donde se estaba haciendo un señor marrano. Y así se acercaba el tiempo del frío, en cuyos meses no “caga” la moscarda.
Cuando se fijaba el día de la matanza, se avisaba a familiares o a vecinos de los alrededores (“¿quién es tu hermano? –El vecino más cercano”, se decía cuando los refranes tenían validez), más que nada, para que ayudasen en la faena, despidiéndolos luego con un presente simbólico: un pedacico de tocino fresco, unas morcillicas y un huesecico para hacer arroz y alubias. Ya que la totalidad del cerdo se aprovechaba y se conservaba para la provisión del sustento de la casa.
La noche antes, entre otros preparativos, se había cocido la cebolla para las morcillas y se tenían previstas las especias y la sal en grano para la salazón de los perniles, lacones y otras piezas. Y muy de mañana se colocaba la robusta mesa de la matanza en sitio apropiado, se calentaba agua en la caldera de cobre y se preparaban unos hachones de esparto viejo de las atochas para chuscarrar la pelambre del cerdo muerto. Luego, enseguida, llegaba el matachín con sus cuchillos jiferos y su maquinilla de picar carne y rellenar embutidos.
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Había algunos marranos cuyo peso se aproximaba a las veinte arrobas, pero entre varios hombres los echaban a la mesa ¡a la de tres! y los sujetaban para que el matarife hiciera su trabajo, que lo hacía con una maestría y una frialdad que daba miedo verlo. Más nada había de obsceno ni de cruel, ni de sádico, como lo puede haber en la tortura y muerte de un toro en el ruedo para diversión de un público insensible.
Las tripas, que se utilizaban para embutir las morcillas, las butifarras o los chorizos, había que lavarlas muy bien del revés frotándolas con limones; para ello se las llevaban las mujeres en un barreño hasta el entrador de la acequia o el pilón del aljibe y las escurrían luego sobre un garbillo. Y era de admirar el arrojo de una mujer, que acuclillada en el suelo, recibía en un lebrillo grande de barro el surtidor caliente de la sangre agónica, mientras el cerdo, dando berridos de espanto que se podían oír en más de un kilómetro a la redonda, necesariamente se moría de perfil.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 26/01/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
Preciosa crónica con remate lorquiano de propina.
ResponderEliminarGracias por el comentario.
ResponderEliminarYo tenía cuatro o cinco años cuando presencié una matanza en toda regla, fue en Barcelona y todavía recuerdo todos los pasos que tu has descrito aquí perfectamente. Un saludo.
ResponderEliminarBonita descripción de lo que significa y ha significado una matanza, diferentes épocas y diferentes connotaciones.
ResponderEliminarsaludos y gracias por tus artículos
Gracias a ti, María, por el amable comentario.
ResponderEliminarUn saludo.