Sin árboles no hay vida en el planeta |
San Sebastián es una de las ciudades más bonitas de nuestro país. Está situada frente a la hermosa bahía de la Concha, a cuyos extremos se elevan dos altos promontorios que miran al mar y la protegen: el Urgull y el Igueldo. Y, allá al frente, defendiendo sus hermosas playas de las furias del Cantábrico, se encuentra la isla de Santa Clara.
Bien, pues allí acabaríamos aquel feliz viaje que habíamos iniciado por tierras catalanas, en un precioso camping que había en la cima del monte Igueldo. Abajo quedaba el “Peine de los vientos” del escultor Chillida, y arriba, hasta donde ascendía un funicular construido en 1912, todavía en funcionamiento, estaba (y está) el parque de atracciones más antiguo de España. Allí permaneceríamos un par de días; luego tomaríamos ya carretera y manta hasta regresar a Cieza.
Antes habíamos abandonado el Valle de Arán por su salida geográfica natural, es decir bajando el curso del Garona hasta tierras francesas. Cuando pasamos Les, el último pueblo español del valle, y llegamos a la frontera, hallamos abandonado el pequeño edificio de aduanas, pues ya se había implantado la libre circulación dentro de la Unión Europea. En dicho pueblecico, con los escaparates abarrotados de bebidas alcohólicas para una clientela franchute que subía para abastecerse bueno y barato, cambiamos algo de dinero, cosa que no nos haría falta, pues en toda la zona que íbamos a visitar, lo mismo se podía comprar con francos que con pesetas. En Lourdes, las tiendas tenían dos cajas registradoras: si les pagabas en francos, te devolvían pesetas, y si les sacabas un billete de dinero español, te daban el cambio en francos: los comerciantes siempre ganaban.
Aquella mañana en que nos despedimos de Viella con la firme intención de volver, habíamos decidido dar el salto por tierras francesas para entrar de nuevo a España por Irún. De modo que hicimos escala en la ciudad de los milagros, ¡y del comercio milagrero! ¡Cómo se lo tienen montado...! Nosotros habíamos comprado algo de comida en una tienda de pueblo (la gente de por allí chapurreba español sin problemas) y nos sentamos en un parque muy bonito, teniendo allá al frente la impresionante basílica. Luego, como es lógico, nos acercamos al lugar y vimos cómo, a las tres menos dos, salían procesiones de españoles, italianos y franceses (no juntos, sino cada procesión aparte), y daban una pequeña turné por la explanada entre el gentío. Mas en seguida nos dimos cuenta que allí la fe de las personas era muy grande y no era aquél sitio para deambular con la Nikon haciendo fotos; es por lo que nos apartamos con discreción y nos fuimos despacio por toda la avenida de tiendas, donde se vendía hasta el sursuncorda con el nombre de la Virgen de Lourdes. No obstante, compramos dos bidoncicos de agua del manantial de la Cueva para traerlos a Cieza, pues “algo tendrá el agua cuando la bendicen...”
Recuerdo que a posturas de sol entramos a España (un cartel pequeñito y extraviado en una orilla lo anunciaba con timidez, mientras que otro ostentoso y bien visible ponía “EUSKADI” en grande), y, oscureciendo ya, llegamos a San Sebastián; cruzamos el puente de Sana Catalina sobre el río Urumea, cerca de cuya desembocadura estaban construyendo el enorme edificio del Kursal, diseñado por Moneo. Después bordeamos la media luna del paseo marítimo de la playa de la Concha, con su histórica barandilla de diseño, instalada en 1910 para gusto de la realeza que veraneaba en el palacio de Miramar.
Al camping sólo íbamos a dormir, el resto del tiempo andábamos visitando los lugares de la zona, incluida la propia ciudad, llena de gente a todas horas. Un día nos fuimos hasta Pasajes de San Juan, que es un municipio de gran belleza, aunque su ayuntamiento estaba tomado por los batasunos y lo tenían todo perdido con sus pegatinas, banderolas y consignas en favor de la sinrazón. De modo que nos largamos pronto de aquel entorno intoxicado y subimos al monte Jaiquíbel, un espacio natural lleno de encanto, cuya carreterilla curvosa hacía las delicias de los ciclistas donostiarras. Más tarde nos acercamos a comer a Fuenterrabía, municipio fronterizo de gran historia, con sus murallas y con su Castillo de Carlos V, fortaleza que data del siglo X, convertida actualmente en parador nacional. Luego, al regreso, pasamos por Rentería, donde algunas gentes denotaban la presencia de guardiaciviles colocando en el arcén una silueta de cartón recortada con tricornio y la distancia aproximada de la benemérita.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 08/01/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
Bonito relato de un viaje que siempre perdurará en tu memoria y que gracias a él,tus lectores nos hemos embriagado del sabor de las tierras del Norte
ResponderEliminarAgradezco el comentario. Me alegro de tener lectores amables.
ResponderEliminarSaludos.