Navidad y año nuevo, dos pájaros de un tiro a felicitar |
Como les venía contando en artículos anteriores, en nuestro viaje a Cataluña allá por finales de los noventa, remontamos desde Barcelona, pasando por el túnel del Cadí, Seo de Urgel y Sort, hasta el mismísimo Valle de Arán, en el corazón del pirineo leridano. Para ello, como ya les dije también, cruzamos el puerto de la Bonaigua, uno de los pasos de carretera más impresionantes de España, y descendimos después a aquel entorno de majestuosidad, de belleza y de historia. (Por el Valle de Arán, en el año 1944, entraron unos 3.000 guerrilleros alentados por el partido comunista, que soñaba con «reiniciar» la maldita Guerra Civil; los cuales, cuando vieron el percal de las tropas de los generales Moscardó y Yagüe, dispuestas a hacerles pupa, retrocedieron como alma que lleva el diablo.)
El valle, encajonado entre altas cumbres, está integrado por siete municipios (cada municipio agrupa varias aldeícas), con núcleos urbanos que algunos datan de la edad media. En la actualidad, el Valle de Arán de noche es como un Belén gigante, cuyas iglesias románicas se iluminan en las empinadas laderas pobladas de abetos, aglutinando a su alrededor un puñado casicas de piedra.
Mari, nuestras hijas y yo, nos acomodamos en un precioso camping junto al río Garona, cuyas aguas torrenciales, después de alimentar varias centrales hidroeléctricas en las laderas de la montaña, corren hacia Francia, se pacifican a su paso por Tulús y buscan el Océano Atlántico por Burdeos, donde el río ya tiene pinta de brazo de mar. Visitamos Viella, la capital del Valle de Arán, donde se vive principalmente del turismo de montaña, que acude tanto en verano como en invierno. Recuerdo que aquella noche hubo tormenta de gran aparato eléctrico, pues lo que fue llover, no pasó de cuatro aguaceros sueltos; no obstante, enredada en los altos picos, como el Aneto y la Maladeta, que se encuentran a un tiro de piedra de allí, el tomentusco no cesó en muchas horas de amenazar con rayos y truenos como si fuera a hundirse el firmamento. Luego, ya de madrugada, la tormenta se fue alejando poco a poco y los truenos se oían remotos, como si el demonio se hallara encerrado en los sótanos del mundo.
Durante dos o tres días gozamos de aquellas rutas entre bosques de abetos y recorrimos muchos de los diminutos pueblecicos, cuyo urbanismo sin geometría parecía buscar la protección divina en torno a las viejas iglesias. Los pueblos allí tienen su nombre en la lengua de oc, uno de los tres idiomas oficiales que se hablan en el valle (español, catalán y occitano o aranés), y en Bossot, junto al mentado río Garona, contemplamos su iglesia románica de la Asunción, del siglo XII; pero además el pueblo se halla «protegido» por otras seis iglesias o capillas, cuya finalidad en la oscura edad del medievo era proteger a la población de las temidas pestes.
En estos pueblecicos, cercanos a la frontera francesa, cuya N-230 la atraviesa y es ruta constante de camiones, volvimos a observar que los escaparates de sus tiendas estaban atestados de bebidas alcohólicas, que los franchutes compraban con avidez para darle al piripi (es lo que hay: aquí en España, otra cosa no, pero facilidad para emborracharse barato, lo que más).
Al día siguiente subimos a Baqueira Beret, donde por entonces coincidían todos los años el rey y Jordi Pujol, y este último bajaba bandera de sus reivindicaciones políticas y pronunciaba más bajito aquello de «som una nació», mientras su clan familiar seguía trincando guita a calzón quitao. ¡Qué tiempos...! Como es natural, quisimos utilizar los telesillas y alcanzar el Pico Baqueira, cuyos remontes en invierno colocan a los esquiadores a 2.500 metros de altitud. Y, aunque era el mes de agosto, allá arriba hacía un frío de perros. Pero nos ocurrió algo que ya no podríamos olvidar jamás: en la subida había vuelos de los cables sobre barrancos profundos, donde descubríamos a vista de pájaro manadas de caballos paciendo; todo muy idílico. Pero en uno de aquellos tramos de gran altura nos envolvió un manto de niebla tan espesa que se podía cortar con una navaja. Entonces los genares aquellos de las estación de esquí detuvieron el remonte (luego, ante nuestras quejas, nos explicaron que estaban haciendo reparaciones); de modo que sufrimos de manera desesperada aquel aislamiento ciego, frío y colgante, estando nuestras hijas en otra silla que no podíamos ver.
Sin embargo, de Viella tengo una anécdota que les quiero contar: en aquel lugar donde era imposible sintonizar una emisora de radio o televisión en español, donde era difícil ver un cartel en castellano, y donde casi nos sentíamos extranjeros en España (la administración autonómica se gasta lo que no está en los papeles por borrar el español de la vida corriente), oí vocear una mañana temprano por sus calles algo inaudito: «¡El afilaooor, señora! ¡Haaa llegao el afilaor! ¡Se afilan looos guchillos, laaas estijeras, laaas hachas de cocina...!».
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 28/12/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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