Las cabras habían perdido el instinto de tirar al monte |
Querido amigo, hoy he viajado a Comala con un sol de hierro fundido colgado en mitad del cielo. Allí los rastrojos pajizos de los bancales acrecientan la sensación de una soledad marchita en mitad de la nada, y sólo algunas rachas de viento empujaban de cuando en cuando los salicornios de los ribazos. El silencio era como una materia tangible en las capas brillantes del aire, roto a veces por los gritos de los abejarucos que volaban desde los taludes de una rambla cercana hasta los cables de la luz, ávidos siempre por trincar abejas cuando éstas volvían a su colmena de buscar flores que por aquel lugar hace tiempo que no existen.
Tras andar un trecho por una vereda trillada que rezumaba efluvios de los rebaños de cabras, me refugié en el coche huyendo de la fragua del medio día y puse el aire acondicionado a todo gas. En la radio hablaban sobre la momia de Ramsés II (el faraón que hace treinta siglos fuera conocido como “el más grande gobernante del mundo”), la cual un día, harta de ser perturbada en su paz de la muerte de 3.000 años, levantó el brazo izquierdo con el crujido áspero de un leño seco para espantar a los turistas empalagosos del Museo de El Cairo. Comentaban también que la momia, hacía ya bastante tiempo hubo enfermado y sólo unos científicos franceses prometían dar con su curación; entonces las autoridades del país del Nilo le hicieron un pasaporte retroactivo de rey de Egipto, la subieron a un avión presidencial y la llevaron hasta París, donde fue recibida en el aeropuerto con honores de estado. Y años después, cuando un consejo de 200 expertos en paleomedicina logró curar el mal del faraón acartonado, la momia fue devuelta a El Cairo en una urna de cristal, donde nadie hasta la fecha ha logrado que dé su brazo izquierdo a torcer.
Yo, querido amigo, quizá pensara encontrarme hoy en mi viaje a Comala con el pobre Abundio, muerto para siempre sin saberlo, arreando pajonazos a su burro para que avive el trote por los caminos polvorientos de la novela única de Juan Rulfo. Pero hallé que habían asfaltado éstos para que al pueblo más fantasmal de la literatura hispana pudiéramos llegar en coche los vivos y regresar para contarlo, no como le ocurrió a Juan Preciado, quien fuera hasta allí a pedir no más que lo que era suyo por consejo postrero de su madre y lo asfixiaron los murmullos de los muertos que llenaban de noche las calles deshabitadas de aquel lugar.
Sabrás también que tomé fotografías con la Canon por llevarme algo de Comala, de su escuela rural, donde la gritería lejana de los niños quizá se pudiera percibir aún radiografiando sus paredes de yeso; de su aljibe abandonado, donde anidan hoy los lagartos conchudos de cabeza verde y las salamanquesas; de la silueta altiva de sus casas agarradas a un promontorio en cuyo terraplén malviven paleras mustias, que ya no dan higos chumbos, sino pena; del rulo de piedra de la era de pan trillar, confundido entre los cardos; y del redil pobre de palos y alambres oxidados en cuyo interior rumiaban media docena de cabras holgazanas que habían renunciado al instinto de tirar al monte.
A un pastor viejo, mi querido amigo, me atreví a preguntarle por la Media Luna, la hacienda eterna como tú sabes del terrateniente Pedro Páramo, pero no me supo dar respuesta porque el hombre no era leído, ¡qué lástima!; sin embargo me señaló con el brazo la Sierra de la Espada, enhiesta y rasposa de rocas grises como el lomo pinchoso de una iguana, por donde me aseguró que había caminado en su juventud cientos de veces en pos de su ganado. Luego pregunté a un anciano que me miraba achinando los ojos, si alguna vez había oído galopar en la noche el espíritu desorientado del caballo de Miguel Páramo, por cuya condena eterna de su alma dañina llegó a reñir con Dios el padre Rentería y perdió, pero no obtuve respuesta coherente porque éste, por poco tiempo quizá, aún andaba entre los vivos.
Finalmente interrogué a otro hombre que sumaba aljezones a los muros deteriorados de su casa, si conocía la existencia de una novela universal, cuyo pueblo eterno era Comala y cuyo protagonista, Pedro Páramo, purgaba sus males lamentando en la eternidad cíclica de la muerte su amor malogrado por Susana San Juan, a lo que el hombre me dijo que él sólo había arado siempre la tierra y que en otra época, las ocho casas deshabitadas y silenciosas que en esta Comala se apiñan como un panal a los cuatro vientos, habían bullido de niños pobres y alegres engendrados por ocho hermanos que manejaban firme el arado tras la yunta.
Luego, amigo Manuel Balsalobre, a punto de abandonar aquella tierra, me preguntó el hombre a mí que a qué oficio me dedicaba, mas yo, meditando unos instantes, no hallé respuesta segura que darle.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 20/07/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
He disfrutado mucho leyendo este pedazo de tu sombra viajera. Un abrazo.
ResponderEliminarMe alegro. Viajar a Comala no es moco de pavo. (Me refiero a ler la laberíntica novela "Pedro Páramo", claro).
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