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Cementerio de Cieza |
Cita León Felipe en su poema “Romero sólo” al Príncipe Hamlet, personaje inmortal en la obra casi homónima de un tal William Shakespeare, y dice el zamorano que afirmaba aquél: “La mano ociosa es quien tiene más fino el tacto en los dedos...” Y, en relación con esa idea, versos más adelante escribe el poeta: “...Para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve, cualquiera, menos un sepulturero.”
Ustedes saben ya muchas cosas de mí; es lo que tiene escribir artículos de opinión, que uno, entre medias, va incorporando cada vez más granicos de trigo autobiográficos, hasta haber contado gran parte del granero de su vida. Conocen que llevo en mi mano dos anillos para mi mal, que descubrí ángeles en una opresiva planta de hospital o que el día de la Asunción de la Virgen, cuando la llevábamos a hombros hasta el final del camino, recordé a mi madre cuarenta años antes a la puerta del Instituto la mañana en que asistí por primera vez a clase. De modo que no les extrañará que en estos últimos meses me haya hecho amigo de los enterradores.
Mas tengo que desmentir a León Felipe, pues he visto en estos hombres su trabajo silencioso, humilde, fundamental; su actividad noble realizada con maestría, con respeto, con determinación; su oficio necesario ejercido con profesionalidad, con voluntad solidaria o con el consuelo de entregar a la tierra la parte de nosotros que a ella pertenece. Nadie, por tanto, como los enterradores para ser testigo del tránsito de los que van pasando al otro barrio. Nadie como ellos para observar la ruina vital que deja en algunos familiares la partida dolorosa de un ser querido. Mas siempre se muestran cercanos, amables, solícitos y respetuosos con las personas que visitan a menudo el cementerio para calmar su alma o para descender una y otra vez al punto cero de los sentimientos.
Así lo creí el pasado 24 de febrero, cuando el enterrador, ayudado por nosotros, empujó con maña el féretro hasta el fondo del nicho. Luego tomó la plancha de escayola que tenía preparada, se proveyó un capacico con masa de yeso que había hecho y, de rodillas, fue sellando con habilidad todos los resquicios entre ambos mundos conocidos: el de la vida y el de la muerte. Después recogió y limpió cuidadosamente los restos de obra y, bajo un silencio luctuoso de familiares y allegados, depositó una plaquita con el nombre: Antonio Egea López.
Era mi suegro. Y la tarde del día antes se había marchado de esta existencia de forma callada, en paz, como siempre había vivido: sin causar molestia a nadie. Lo hizo en su casa, sentado en su sillón, junto a los suyos, con la normalidad de quien ha aceptado pasar la última página del libro del destino de las personas.
Hasta ese día él nos hacía entender su voluntad de recuperación, de poder salir a la calle y sentir de nuevo la caricia del sol, pero en realidad se había ido arrugando por dentro como una hoja seca en invierno. Es ley de vida, tenemos que admitir; y además, el reloj biológico, implacable con todos nosotros, se le había adelantado en los últimos meses con la pérdida de su hija, que era la mitad de mi corazón.
Antonio Egea fue un hombre bueno, que trabajó duro desde la niñez para ganar el sustento, y que con el paso de los años llegaría a ser un reconocido maestro en el noble oficio de albañil. Fue un buen padre de familia, que junto a su esposa Maruja, crió y dio la mejor educación a sus cuatro hijos: Mari, Pepi, Pascual y Manolo; más tarde regaló cariño a sus nietas y nietos, y por último pudo admirar a su biznieta. Fue persona comprensiva y tolerante con todos, y siempre nos dio sencillo ejemplo de cómo ser fiel al principal mandamiento cristiano: el del perdón.
Al final, el enterrador colocó las flores con cuidado y, educadamente, dio el pésame a los dolientes y se llevó sus cosas sin hacer ruido. Entonces se oyeron, leves, unos rezos junto al tronco del ciprés viejo que custodia el panteón y que probablemente nos sobrevivirá a todos.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 09/03/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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