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Mi padre, Guillermo del Madroñal, viaja en «primera», en un tren lento de «chacachá», y, por todo equipaje, lleva sus lecturas de libros que le aprovisiono. Mi hija Victoria Elena va en modernos trenes de largos trayectos, anque la corteza del mundo es tan pequeña, que no podrá alejarse más de 20.000 km del centro, donde siempre está su casa.
Observo a mi amigo Pepe y me doy cuenta en sus pasos que ya le cuesta llevar el peso de la edad; es un rango, una categoría, un honor, llegar a ese estadio. Mi abuela, en su casica techera de Calderón de la Barca (donde yo nací), decía al pobre de mi abuelo: «¡Desde que cruzas la Gran Vía, te oigo arrastrar los pies!». No sé a qué edad comenzó mi abuelo a arrastrar los pies, pero sí recuerdo el día en que le hallé viejo y con cansancio vital: estábamos él y yo segando centeno y, para tomar aire, nos sentamos en unas piedras bajo la sombra frágil de un almendro; entonces le miré y vi el rostro de la vejez, con sus arrugas concéntricas en torno a su noble sonrisa, cual si fueran las líneas de los troncos talados de los árboles. ‘Me acordaré siempre de este momento’, pensé. En tanto, bajo un sol inmisericorde de julio, nos llegaba el estridular continuo de las cigarras desde unos pinos copudos que crecían desperdigados en la loma. ‘Me acordaré’, me repetí entonces, consciente de que los tiempos se agotan, pasan y no retornan jamás; y aquél finalizó con el mismo verano, pues mi abuelo vendió a unos gitanos su burra negra y sólo hacía el caminito hasta el huerto que poseía en el Fatego, regresando con su capacica a cuestas, donde metía alfalfa, berenjenas y flores, y mi abuela, a punto de echar el arroz a la olla, le escuchaba arrastrar los pies a dos manzanas de distancia («¡Desde que cruzas la Gran Vía…!», le rezongaba).
Mi amigo Pepe fue leñador. Trabajó en la espartería desde chiquitico, dándole a la rueda («menaor», que decían), y los domingos subía a la Sierra del Oro a hacer haces de leña. (En aquel tiempo era muy necesaria la leña, pues era el combustible de los pobres, bien para cocinar el guisote, bien para espantar el frío en invierno delante de la lumbre. Pasaba hambre, pues eran los tiempos infaustos de la escasez («¡Sin pan, sin pan, y trabajar…!»). Luego aprendió a hilar andando para atrás, y a corchar las cuerdas con el ferrete y la gavia: filete, con dos hilos o filásticas, piola, con tres; hasta las cuerdas más gruesas, como las maromas o las betas. Y todos los domingos, a por un haz de leña a la sierra, que lo bajaba a la espalda hasta el pueblo; ¡seis kilómetros de sendas de mulas por laderas y barrancos, carriles y atajos, hasta llegar al «Puente de Hierro»!, que entonces era de hierro de verdad, con el piso de tablas y dos vigas longitudinales por donde debían rodar los carros; con su guarda, y la caseta de arbitrios municipales, en la que el aforaor esperaba sentao para que nadie se colara sin pagar. («¿Algo que declarar?» —cuentan que preguntó a tres mujeres que venían del campo andando, con sus pañuelos a la cabeza, sus faldas generosas y sus delantales largos. «¡Como no sea el conejo que llevo entre las piernas…!» —respondió una de ellas, la más echá p’alante. «¡Anda, anda, María, qué descará eres…! —rió el aforaor la caída y las dejó continuar su camino. Mas cuando se había alejado un poco, en dirección a la fragua de los Pajeros, se lo mostró con burla: «¡Mira el conejo!» —gritó, levantándose el delantal y sacando al hermoso animal, atado de las patas traseras, que lo llevaba sujeto de su cintura bajo dicha prenda y colgando entre sus muslos.)
A mi amigo Pepe le tocó hacer la mili en Sidi-Ifni, provincia del Sahara. Ahora parece que nadie se acuerda de eso, de que en 1958, los territorios españoles de África occidental, tan grandes como la propia España peninsular, fueron declarados como la provincia número 53 de España, y sus habitantes, con carné de identidad, pasaporte y libro de familia, eran tan españoles como los de Logroño o los de Murcia. (De hecho, y según el artículo 11.2 de la Constitución Española, «Ningún español de origen podrá ser privado de su nacionalidad». Aquí en Cieza, desde hace muchos años, conozco una familia de saharauis, tan españoles como ustedes o como yo, que no aceptaron la tiranía del Jasán ni ahora la del Mojamé, ni la política de hambruna y guerra del Frente Polisario, y se vinieron para acá con todos los derechos de cualquier ciudadano del Reino de España.
En Sidi-Ifni lo pasó mal, me cuenta mi amigo. Mal uniformado, mal calzado, en un puesto de observación arriba de una montaña inhóspita y con el riesgo de la morería levantisca y traidora; estaba deseando obtener la blanca y volver a Cieza, aunque fuera a las carreras de hilaores y a bajar haces de leña a cuestas desde la Sierra del Oro con el mísero tentempié de unos higos rebuscaos en la higuera de la Fuente del Madroñal. Ahora da paseos y habla con los amigos. Hace unos añicos, caminaba más ligero, me acuerdo yo. Es alto y se mantiene erguido, pero sus pasos son ahora más cortos. Su viaje en el tiempo va agotando las estaciones y los apeaderos.
Hay momentos en que cualquier actividad cesa por agotamiento del plazo temporal. Mi padre, hasta los 90, tuvo tiempo de cultivar la tierra. Luego hay transbordo de trenes, cambio de vías. Y tienes que aceptar el fin de un viaje para iniciar otro más ligero, más sencillo, con menos equipaje. Y así hasta llegar el último viaje, el que vaticinaba el sabio A. Machado: «…Y cuando llegue el día del último viaje/ y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,/ me encontraréis a bordo ligero de equipaje…».
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