Acueducto de la acequia del Horno a su paso sobre la Rambla de Judío, construido en 1929. |
Qué les iba a decir, en algo hay que entretener el tiempo durante este estado de alarma que no cesa. Por cierto, en la figura jurídica del «estado de alarma», previsto en la Constitución Española, no se suspenden ninguno de los derechos fundamentales que tenemos todos los españoles, como por ejemplo el derecho constitucional de «elegir libremente su residencia y circular por el territorio nacional». ¡Ah!, ¿pero entonces…?, me dirán ustedes: ¿Acaso el gobierno está haciendo un pan como unas tortas? Bueno, bueno, doctores tiene la Iglesia: la ley orgánica que desarrolla precisamente los estados de «alarma», «excepción» y «sitio», dice acerca del primero que, como mucho, se podrá «limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados…». De modo que limitar no es suspender, eso está claro, y solo en «lugares y horas determinados» (no en todos los lugares ni a todas horas). Por otra parte, el gobierno tendrá su nutrido equipo de asesores jurídicos que le informarán de cómo meterle mano al asunto sin contravenir la Constitución ni las leyes, supongo.
Pero bueno, pero a lo que iba es que uno tiene mucho tiempo que ocupar durante los más de dos meses que llevamos confinados, aparte de la realización de las labores domésticas y el aprovisionamiento de víveres y productos esenciales, lo cual no es moco de pavo. Y como tampoco puedo hacer muchas caminatas y salir por ahí, que me ha sobrevenido una pequeña afección lumbar y tengo que llevar mucho cuidaíco y estar con paños calientes, pues ¡venga!, entre col y col, una lechuga, o sea las más de las veces leyendo algún librico. ¿Y saben qué lectura me ocupa todo este tiempo infausto de maldito coronavirus? Pues historia; libros de historia, de la historia reciente de España, es decir, lo acaecido de la Guerra Civil para acá, que es un periodo que a muchos de nosotros, casi nos ha tocado vivir (digo casi, y no por mí, porque yo nací ya en el final del final de la larga posguerra, cuando ya se había acabado el racionamiento y el gasógeno).
Algunos de ustedes a lo mejor pensarán que leer libros de historia es una pesadez. Pues sí, les doy la razón, porque hay libros de historia que ¡anda con dios!, son verdaderos ladrillos, ¡infumables! Lo más aburrido del mundo, aunque hay que tener presente que hay «gustos pa to», ¡ojo! (y «¡gente pa to!», como dijo el torero). Pero no; estoy leyendo una colección de Juan Eslava Galán, un tipo que escribe libros de historia de una forma amena y divertida, incluso graciosa; es decir que uno los está leyendo, se está enterando de los hechos y de los personajes históricos y al mismo tiempo está disfrutando, ¡pasándoselo pipa! Pues este autor es capaz de dejar en bragas a los personajes históricos más pintados.
La cosa es que hace algunos años descubrí este escritor y me encantó. El primer libro que leí de él fue «La Segunda Guerra Mundial contada para escépticos», y no vean el desparpajo que tiene para presentarnos a héroes y villanos y la manera de referir los episodios de aquella locura bélica. Un ejemplo, recuerdo, de crudeza más que elocuente (lo refiero de memoria): Los alemanes, cuenta él, en la invasión de Rusia avanzaron de manera fulminante, pues habían inventado «la guerra relámpago» y Estalin, a partir un piñón con Hitler desde que se repartieron Polonia mano a mano tan ricamente, le pilló con el culo al aire; de forma que los nazis llegaron, ya saben ustedes, a las mismísimas puertas de la capital de los zares, o sea a San Petesburgo (entonces Leningrado), y a los barrios de Estalingrado (que ahí era donde más le dolía al «zar» comunista por ser la urbe con su nombre); y una de las pupas, entre otras muchas, que les hicieron al ejército rojo fue coger ¡un millón de prisioneros! (los rusos es que eran muchos), encerrarlos en un campo de alambradas en mitad de un páramo de nieve, quitarles las botas y dejarlos que se murieran. Pero el soviético se reservó dos ases en la manga: los Urales y el «general invierno». Toda la industria de guerra fue trasladada al otro lado de los Urales, y eso estaba tan lejos que hasta allí ¡no llegaba ni dios!, y mientras, esperó la aparición segura del «general invierno» con sus temperaturas de 50º bajo cero. Entonces fue cuando Estalin, que en lo de tirano y genocida del pueblo no tenía nada que envidiar a Hitler, pudo reaccionar y empezó a dárselas todas juntas a los germanos. El final ya lo saben: de acuerdo con el resto de tropas aliadas, que tampoco se andaban éstas con chiquitas, bombardeando hasta los cimientos de los cascos históricos de las ciudades alemanas y sin miramiento alguno a la población civil, los soviéticos entraron en Alemania con un vasto ejército de cosacos que «no bebían agua», ¡lo peorcico de cada casa!, a los que sus generales, como en los tiempos más bárbaros, dieron «barra libre» para todo lo que quisieran hacer, menos respetar los derechos humanos con lo que oliera a alemán: en su zona de «liberación» no quedó mujer alemana de cualquier edad sin violar, salvo las que decidieron suicidarse en familia para evitar los horrores.
Pero bueno, dejemos eso. (También leí de Juan Eslava Galán «La revolución Rusa contada para escépticos» ¡impresionante!) Sin embargo la colección que les apuntaba antes sobre la historia reciente de España, que es la que me estoy zampando en este tiempo de retiro forzoso, se resume en cuatro tomos no muy grandes: el primero es «Una historia de la Guerra Civil que no le va a gustar nadie» (título, por cierto, que él asegura se lo sopló Reverte, no se lo pierdan: el cartagenero tiene más conchas que un galápago). El segundo, «Los años del miedo»; el tercero, «De la alpargata al seiscientos»; y el cuarto, que aún estoy con él, «La década que nos quitó el aliento».
Si quieren enterarse sin tapujos ni sesgos ideológicos de la historia reciente de nuestro país y además pasárselo en grande, vayan leyéndolos.
©Joaquín Gómez Carrillo
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