Asperón, o «planta de las siete sangrías» (Lithodora fruticosa). (Foto de archivo realizada al borde del Cañón de los Alamadenes) |
Cuando pase este bicho malo, que pasará, no lo duden, tendremos que aprender a vivir de otra manera. ¿Lo han pensado? ¿Repetiremos quizás aquella conmoción social de los «felices veinte» del sigo pasado? Entonces el mundo había dejado atrás, con numerosísimas víctimas, la pandemia de 1918-1920 (la mal llamada «gripe española») y en algunos países resurgieron sociedades con muchas ganas de disfrutar de la vida. ¿Experimentaremos nosotros algo parecido tras esta pesadilla?
He mirado en mi diario estas fechas cinco años atrás. Justo el día 23 de mayo fue «sábado de reflexión», y el domingo, 24, elecciones municipales. (El mes de mayo de 2015 coincidió en todas sus fechas con los mismos días de la semana que este de 2020.) Pero entonces pensábamos en otras cosas y en modo alguno podíamos imaginarnos el llevar mascarilla y el esquivar a las personas por las aceras, por los paseos o por los caminos. «¡Cómo hemos cambiado!», que diría Presuntos Implicados. ¡Cómo nos ha cambiado la vida! Sin embargo, hemos de aprender a vivir de otra manera.
Desde luego, y por lo pronto, tras esta primera oleada, nada será igual a la vida de antes: ni los viajes, ni las vacaciones, ni el ocio, ni la economía, ni la forma de trabajar, ni el hacer de los amantes (he escuchado en Radio Nacional de España, en un programa de esos para mentes simples, cómo daban pautas a los amantes para mejor amarse en tiempo de coronavirus; una tontez, pero hasta en eso ha dado un vuelco la vida).
El mundo seguirá siendo el mismo, en cambio la gente será distinta; habrá más desigualdades y más pobres; habrá más personas excluidas del sistema productivo, que, dependiendo de los gobiernos, tendrán que sobrevivir «subsidiadas» hasta una integración en un mundo laboral nuevo. Habrá que pagar más impuestos, ¡muchos más!, para salir adelante con menos. Los ricos deberían desprenderse un poco de sus riquezas para sacar a cuantos pobres lo necesiten de su pobreza. Y a pesar de todo, valdrá la pena, porque estaremos vivos (los que lo podamos contar) y este enemigo se habrá marchado. Porque se marchará un día, no lo duden. Las pandemias siempre pasan; llegan, hacen su «cosecha» y se van. Pero ahí están los sistemas sanitarios y los adelantos científicos de hoy en día, para escatimarles en lo posible el número de muertes. Ni punto de comparación, esperemos, la repercusión en pérdida de vidas humanas de este Covid-19 con aquella pandemia de hace cien años. Ahora estamos mejor preparados, al menos aquí en España (eso creemos), y el saldo negativo será bastante menor (esperemos).
Pero en tanto este mal llegue a estar barrido por completo de la faz de la Tierra, las sociedades tendrán que adaptarse a otra forma de vivir. ¿Quién se meterá en aviones de bajo coste para hacer turismo de altos vuelos? Eso es algo que tiene que cambiar, cosa que agradecerá el medio ambiente y la atmósfera, pues la contaminación que venían haciendo los miles de aviones con tarifas «low cost», en los que volaba hasta el gato, se habrá terminado. ¿Ustedes se meterían a partir de ahora en esos avionzuchos donde los pasajeros iban como piojos en costura? ¿No, verdad? Pues habrá que pensar en otra forma de viajar, más lenta quizás pero más segura en cuanto al riesgo de contagio. Piensen que la pandemia no se va a ir mañana. Dos años duró aquella de hace cien, y se fue por aburrimiento, cuando se alcanzó la «inmunidad colectiva» en todas las naciones. Ahora, aunque puede ser que haya habido gobiernos tentados en dejar obrar la enfermedad y conseguir esa «inmunidad» para su población, en general se lucha por el control de la infección y por salvar vidas (es lo más humano, ¿no creen?), pero sin dejar de acariciar la idea de, poquito a poco y en ausencia de una vacuna efectiva, que para eso falta mucho todavía, alcanzar esa hipotética inmunidad colectiva, o «inmunidad del rebaño». ¿Qué es eso? Sencillamente es el punto en que la llama del contagio se detiene por sí sola y el fuego de la pandemia se extingue; se supone que habría entonces tanta gente inmunizada que el jodío virus no encontraría a quién saltar. ¿El coste en vidas para eso? Alto; a la vista de la virulencia y la malignidad de este bicho, muy alto.
Pero lo importante es mentalizarnos a otra forma de vivir y desenvolvernos, siempre de cara a evitar el contagio, mientras no se descubra la panacea de una vacuna que nos pueda devolver la libertad de andar por el mundo como antes. (O al menos, si no vacuna, algún medicamento que cure y que sirva para escapar medio airoso de las garras de la enfermedad.) ¿Quién va a ir a la playa este verano? Por ahí están ideando cuadricular la arena, parcelar la playa, incluso colocar mamparas separadoras, cosa que sería una barbaridad: ¿quién se iba a meter entre mamparas bajo un sol de justicia? De forma que habrá que acostumbrarse a otra forma de ir a bañarse al mar; otra manera de tumbarse en la toalla desconfiando de los que plantan la sombrilla al lado. Y sentarse en un restaurante con mamparas en la mesa. Y estar siempre pendiente de quién se te arrima más de la cuenta; y tener que decirle a alguien más de una vez «¡hazte p’allá, que corra el aire!».
Y cuando esto se haya ido y en ningún país del mundo se encuentre un «covi-19» ni en pintura, entonces volveremos a ser mejores, pues de algo habrá servido la lección. Al menos tendremos más consideración con los mayores y habrán aprendido algo mejor que hacer los amantes.
©Joaquín Gómez Carrillo
yo creo que el mundo si será distinto y que la gente también lo será. Hoy ya no somos los mismos, la pandemia nos ha cambiado, nos ha hecho encerrarnos durante casi dos meses y sólo mirábamos o dabamos unos aplausos desde nuestras ventanas, esperando la luz de la esperanza, la luz de la libertad. Por tanto, hoy, ya no somos los mismos, hoy tenemos la suerte no solo de abrir la ventana, sino la de abrir la puerta y volver a respirar nuestra propia libertad. ojalá sepamos valorar el nuevo regalo de la vida, cumpliendo las normas para nuestra nueva normalidad.
ResponderEliminarUn abrazo, Joaquín
Muchas gracias por el amable comentario. Un abrazo también.
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