Vista del casco histórico de Berna desde el "Jardín de las Rosas". Año 2018 |
La mujer, por regla general, siempre ha cargado con doble trabajo: el realizado fuera de casa y el doméstico-familiar; y matizo estas dos últimas palabras porque una cosa son las tareas domésticas: costura, guisote, fregote, lavote…, y otra distinta, la carga responsable de la atención y cuidados de los hijos u otras personas, como pueden ser ancianos dependientes. Pero estas tareas, que quizá por un machismo enraizado en nuestra cultura, la sociedad le sigue asignando a la mujer, aunque se encuentre desarrollando trabajo por cuenta ajena y tenga que cumplir con su jornada a la par que un hombre, estas tareas, digo, todavía “con nombre femenino”, se hallaban mucho más agravadas hace unas cuantas décadas, cuando las familias campesinas habitaban los campos (no es redundancia decir esto, pues en la actualidad, aunque hay personas que viven en el campo, éstas no son más que gentes urbanas “desplazadas” al medio rural).
Ya traté en uno de mis artículos anteriores la terrible desventaja en el plano educativo que existía para las niñas en el seno de las familias (hablo siempre de tiempos pasados, pongamos anteriores a la mitad del siglo pasado, cuando todo empezaría a cambiar con ritmo acelerado). ¿Recuerdan mi artículo “Mujeres de su casa”, en el que les hablé del analfabetismo “endémico-femenino” y les puse el ejemplo de mis abuelas y tía-abuelas, y de que el enfoque que se propugnaba en cuanto a la formación de las chichas era principalmente el que éstas llegaran a ser “mujeres de su casa”? Pues el destino para ellas no era otro (en el medio rural sobre todo) que, aparte de ser sumisas al marido, a quien pasaban a “pertenecer” tras abandonar con el matrimonio la potestad del padre, el servir para realizar casi cualquier trabajo del campo. La mujer faenaba en casi todas las tareas agrícolas: en la siembra, cultivo y recolección de los esquilmos; la mujer cuidaba de los animales domésticos, incluido el pastoreo de ganados; la mujer afrontaba los penosos trabajos de la siega de los cereales, cuando esto se realizaba todavía con hoces, surco a surco; la mujer se implicaba luego en las duras tareas de la trilla en la era; la mujer campesina, y en relación con las faenas propias del medio rural, debía ser plenamente colaborativa con su marido. Pero además, continuar siendo “mujer dispuesta” en su casa.
¿Qué significaba esto último? Pues que el hombre, por ejemplo, volvía a casa al medio día, baldado de segar un bancal (y la mujer también), y éste hallaba su momentáneo y merecido descanso para su huesos cansados (y la mujer no). Ella entonces, con nulas comodidades domésticas, debía preparar la comida en la lumbre y poner la mesa, a la vez que atendía necesidades varias de los hijos y organizaba mínimamente el hogar. Tras la comida, los cuerpos molidos por el trabajo buscaban unos momentos de relax, de vital descanso, antes de reanudar la actividad. Pero el cuerpo de la mujer debía permanecer firme: había que realizar el fregote, a mano y a veces fuera de casa, como en los entraores de las acequias o pilones de los aljibes; había que disponer y preparar alguna cosucha para la cena; debía atender obligaciones para con los hijos; debía procurar reglas de higiene en el hogar, y debía percatarse de solucionar cualquier carencia relativa al averío, etc. Y así siempre.
Mi madre, Paca del Madroñal, a quien dedico humildemente el presente artículo, tenía que subir a lavar la ropa hasta la fuente del manantial de la finca, que distaba casi un kilómetro. Allí, doblada sobre la losa de piedra, frotaba el jabón contra las prendas, restregaba con sus manos hasta dejarse los pulpejos, y, tras el enjabonado y el aclarado (yo le ayudaba a “torcer” las sábanas para escurrirlas), metía la colada limpia y húmeda en los calderos de cinc y, por un sendero curvoso entre olivares, regresaba a la casa cargada, para tender la ropa en un alambre largo que había entre dos higueras.
Pero llegado el invierno, cuando apretaban los fríos inmisericordes y allí, en el reino de las escarchas perpetuas, se helaba la balsa y del chorro de la fuente nacían carámbanos y lirios de cristal, mi madre decía que no podía hacer la colada; no porque sus manos, ateridas por el frío y rojas de sabañones, no resistieran los colmillos del invierno, sino porque con el agua gélida, según ella: “no hacía ojos el jabón”. Entonces, al menos una vez a la semana, se desplazaba a una casa vecina, distante cosa de kilómetro y medio, donde había una balsica pobre que se llenaba con un manantialillo anejo, cuya agua, que afloraba directamente del vientre de la tierra a través de una bocamina, no presentaba el helor de la Fuente Fría.
Junto al borde de aquella balsica había unas piedras, pulidas por el tiempo y el trabajo abnegado de las mujeres de antes. Mi madre entonces se arrodillaba en el suelo como en acto de contrición y, sobre una de aquellas piedras, enjabonaba, restregaba y golpeaba nuestras prendas, con las cuales colmaba después los calderos de cinc; luego, por un carril pedregoso y empinado (yo niño, le ayudaba en lo que podía), regresaba a la casa para seguir dispuesta con las tareas y no eludir ninguna faena colaborativa por dura que fuese.
©Joaquín Gómez Carrillo
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