Mi abuela Josefica, la segunda por la izquierda, con sus tres cuñadas (mis tia-abuelas), en una foto de hace cien años. |
Mis dos abuelas, aunque sabias, eran analfabetas; en tanto que sus esposos, mis abuelos, mal que bien, sabían leer y escribir para su gasto (antes se utilizaba esa expresión: “para su gasto”, que en realidad era bien poco), y no sé si también sabían algo de cuentas: las cuatro reglas (suma, resta, multiplicación y división). Por otra lado, tres de mis tía-abuelas por línea paterna, que eran mujeres dispuestas y de mucha valía para desenvolverse en la vida (¡y guapas en las fotos de jóvenes!), también quedaron analfabetas las pobres, pues sus progenitores, mis bisabuelos, según era la tradición y costumbre de la época, solo se molestaron en mandar a clases nocturnas, o a que les diera lección algún maestro ambulante de los que iban por los campos, a los hijos varones (mi abuelo y mi tío-abuelo), ya que las chicas, según se pensaba, con aprender a ser mujeres de su casa iban bien servidas.
Esto era lo que había, y lo que ha habido, según a qué ambientes nos refiramos, hasta más o menos los años cincuenta y parte de los sesenta del siglo anterior, o sea, hace dos días como aquel que dice. El destino de la mujer era, por lo general (y mucho más en los ambientes rurales), formarse en los conocimientos domésticos para poder llevar adelante una casa, y, siendo obediente al padre, de mocica, pasar a ser sumisa al marido, de casada (eso por lo general), aunque excepcionalmente siempre ha habido mujeres dominantes en la pareja, sobre las cuales se decía de forma peyorativa que “llevaban los pantalones” (¡ay de las críticas que le caían al marido de una mujer que “llevara los pantalones” en su casa…!)
Y aunque en muchos casos, las muchachas sí que eran llevadas a la escuela, tanto en el pueblo, como en el campo (los campos estaban antes muy poblados de familias humildes y había escuelas rurales multigrado en varios parajes de Cieza), aún así, quiero decir, en el sexo femenino se producía un mayor abandono escolar, cosa que los padres no veían mal y hacían poco hincapié para que las hijas continuaran su formación académica. Quizá con los varones, sin embargo, ponían algo más de interés en que éstos pasaran a los estudios secundarios (al colegio de Isabel la Católica, a la Academia de Don Manuel o al Instituto Laboral), o que mejorasen su porvenir con algún empleo, o adquiriesen destreza en algún oficio. Pero los caminos de la mujer, en cambio, eran por lo general mucho más limitados y, una vez abandonada la senda de los estudios, solo quedaba el trabajar en las fábricas en los almacenes o, como temporeras, en el campo, y, por supuesto, en el sector servicios; pero siempre con salarios bajos y cotizando los empresarios por ellas lo menos posible. A veces trabajando codo con codo con los hombres, desarrollando la misma tarea que ellos y rindiendo lo mismo que ellos, estas cobraban un poquito menos por ser mujeres. Eso por lo común. Aunque dependiendo de los trabajos y de la modalidad para desarrollarlos, en algunos casos no se discriminaba (yo, por ejemplo, he ido a vendimiar con mujeres, pero como íbamos a destajo, por kilos de uva cortada, pues toda la cuadrilla, chicas y chicos, repartíamos por igual el salario).
El caso de los almacenes y las conserveras (cuando antes las había en Cieza) es un poco peculiar. Pues absurdamente había, o hay, contratos para mujeres y contratos para hombres (eso es aprobado así en las negociaciones sindicales y en los convenios colectivos, ¡pásmense!) Las “triadoras” (así en femenino) se supone que están en las mesas, en las cintas o los calibres; y los “cargadores” (así en masculino) se supone que son los que mueven cajas, cargan, descargan y hacen mayor esfuerzo físico. Pero los empresarios, un suponer, contratan tan solo media docena de hombres y doscientas mujeres (una discriminación en cuanto a la igualdad del derecho al trabajo por parte de ambos sexos). ¿Pero qué ocurre después? Pues que se valen de las mujeres para que también estén constantemente moviendo cajas y cajones como los hombres, cobrando menos que ellos (una discriminación salarial sustentada por contratos legales).
Pero volviendo a la situación educacional de la mujer en décadas anteriores a los años sesenta, por lo general, esta tenía pocas opciones de ejercer sus libertades y de promocionarse académica y culturalmente, lo cual quebraba muchas aspiraciones de mejora en el ámbito laboral y social, y, en muchos casos, tenía que limitarse a constituir el apoyo del hombre, el sostén del hogar para que éste progresara; y, en los casos de salir la mujer a trabajar por cuenta ajena, no podía eludir todas las responsabilidades de la casa, que siempre recaían, o recaen, sobre sus espaldas. Debía madrugar y hacer labores domésticas y de organización de la casa: comidas, ropas, compras, limpieza… Si volvía al medio día, seguía trabajando y organizando; y, cuando finalizaba la jornada a la noche, aún continuaba haciéndose cargo de las tareas del hogar.
Esto último ha cambiado poco para la mujer trabajadora y con responsabilidades del hogar.
De manera que, aparentemente, se ha superado aquello de “ser mujer de su casa”, pero en la realidad, a la mujer se le sigue exigiendo la responsabilidad de las riendas del hogar y del cuidado de los hijos; si no al cien por cien, pues afortunadamente hemos progresado algo, en mayor medida que al hombre.
©Joaquín Gómez Carrillo
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