Puente tibetano en el Monte Carasso, Bellinzona (Suiza) |
Aquella mañana amaneció ya con niebla y lloviznando, nada serio; pero hacía frío, no obstante. Yo me solía levantar temprano y me iba caminando hasta el río; así daba tiempo a mi hija para que se levantara y arreglara; luego volvía y desayunábamos juntos. ¡Ah!, disculpen, les hablo de mi último viaje a Suiza, a casa de mi hija Victoria Elena, en la ciudad de Bellinzona. Y el día era el primero de octubre.
Luego nos preparamos unos bocatas, cogimos las mochilas y nos fuimos a hacer senderismo, partiendo a pie desde el mismo barrio donde ella vive y trabaja, en un estudio de arquitectura. Primero bordeamos un bonito parque, orilleando río abajo el Ticino (es el río que da nombre al cantón suizo de habla italiana, y que desemboca en el lago Maggiore); después cruzamos por uno de los puentes y continuamos, ya por la margen derecha, en dirección al Monte Carasso, donde a media altura se halla un famoso Puente Tibetano.
Esa mañana teníamos ganas de andar y hacer montaña, pues el día anterior nos pegamos la pasá de kilómetros en coche, ya que nos acercamos hasta Berna, la capital de la Confederación Helvética (Suiza es un país extraño y a sus gentes no les unen muchas más cosas que la bandera de la “cruz blanca”, que la hacen ondear con orgullo en todas partes, y la fama de los bancos). Berna, qué les voy a decir, es bonita; aunque he visto ciudades mejores. Me emocionó pasar por la puerta de la embajada española; ya ven que es una tontería, pero cuando uno está en una tierra extraña, donde la gente habla una lengua tan incomprensible (para mí) como el alemán, pues el ver nuestra bandera nacional, al menos, da gusto.
El casco, digamos, histórico monumental de Berna, el que se halla sobre una colina, bordeada por un gran meandro del río Aar, y donde está el Parlamento y la catedral, me pareció un tanto inhóspito, con su arquitectura uniforme de todos los edificios iguales; claro que quizá refleje un poco la idiosincrasia de los berneses; y también quizá porque era domingo y aquella gente no es como nosotros, que estamos siempre en la calle. Aunque entramos a un local enorme y estaba hasta la bandera de parroquianos poniéndose como piojos de cerveza.
Por eso al otro día, lunes, nos fuimos a disfrutar de los bosques y de la naturaleza. El tema del puente tibetano es una atracción más que se han montado allí los de Bellinzona, porque utilidad práctica, realmente le vi poca; pero como les sobran las perras, pues se entretienen haciendo esas virguerías. El sendero estaba bien indicado, y hasta con carteles del tiempo que faltaba para llegar, cosa que no estaba muy clara, porque el tiempo de duración está relacionado con la velocidad de nuestra marcha; no es lo mismo ir piano que ir a “toa pastilla”, si se puede; porque mi abuelo decía que las cuestas arriba, “si las tomas como joven, las dejarás como viejo; y si las tomas como viejo, las dejarás como joven”.
Luego, como el tiempo estaba pesado, le dio por arreciar, y la boria suave que caía al salir de casa, empezó a tornarse en una lluvia en toda regla. A decir verdad, nos llovió hasta el cielo de la boca. Mi hija llevaba un paraguas raquítico en la mochila, aparte del chubasquero que suelo llevar siempre en la mía, y con eso nos fuimos apañando los dos. Además hacía una humedad relativa del ¡tropecientos por ciento!, por lo menos, y no sé si iba yo más mojado por fuera, de la lluvia, o por dentro, del sudor.
Ese día es que nos pilló el cambio de tiempo, porque el anterior lo hizo espléndido. Camino de Berna, atravesamos un macizo de los Alpes por una carretera de montaña, y, aparte del frío natural a causa de la altura, ya que pasamos a un tiro de piedra de los glaciares, el sol era caricioso y el cielo azul; y luego, en la ciudad de Interlaken, ya en el valle del río Aar (eso ya lo conté en mi artículo “Una gallega en los Alpes”), estaban volando decenas de parapentes de todos los colores con las corrientes térmicas, y daba encanto pasear al aire libre.
Pero cambió el tiempo. Allí en Suiza, los cambios de tiempo son radicales. Ya empezó a cambiar la tarde antes en Berna, pues, aunque la mañana fue soleada y la gente tomaba el sol tumbada en el Parque de las Rosas, desde donde se contemplan las mejores vistas de la ciudad, recuerdo que sobre las cinco nos hallábamos tomando té en una gran terraza, en mitad de una anchurosa plaza, y, a la hora y minuto que ponía en el móvil (¡hay que joderse con las tecnologías!), empezó a llover y tuvimos que levantar rápidamente y ponernos a cubierto.
La subida al Puente Tibentano, bajo la lluvia y con una humedad que se podía cortar, se hizo interminable. Primero era un caminito asfaltado, con rampas inverosímiles y luego un sendero abrupto, fracturado de escalones irregulares. Sin embargo mereció mucho la pena. Imagínense diez veces el Puente de Alambre, salvando un profundo barranco. En realidad, para ser tibetano debería haber sido de cuerdas, pero no: era de acero y con el piso de tablas, y con tensores para evitar el movimiento, ya que el vano se aproximaba a los 300 metros. Lo cruzamos con emoción, y, bajando nuevamente infinitos escalones naturales de piedra, por otro sendero entre castaños, encontré la salamandra, ¡preciosa!, reptando aterida por la lluvia; saqué rápido la Cánon, pero había poca luz y no se estaba quieta. A la desesperada le disparé con flahs, y la dejé seguir su camino.
©Joaquín Gómez Carrillo
Estimado amigo Joaquin, me alegra mucho que fueras a visitar a tu hija y lo pasaras maravillosamente. Solo verte en el puente, me da vértigo. Yo no cruzaría ese puente aunque en la ora orilla hubiera un camión de billetes de 500 euros esperando los cogiera.Me imagino que todo ese entorno debe ser una maravilla. Un abrazo y a seguir disfrutando de tus hijas y nietas.
ResponderEliminarMuchas gracias amigo desconocido
Eliminar