"Y otra vez el otoño crujiente dará a nuestras vidas un nuevo color...", que cantaría la genial Maritrini en su maravilloso "Vals de otoño" |
El otro domingo fui al río por la mañana. Siempre que puedo, voy a caminar por esa zona, mas por razones de horario de trabajo apenas me da tiempo disfrutar un poco por las tardes, ya que se hace de noche en seguida. Ahora el río, con la limpieza que le están dando a sus márgenes se está quedando “esclarecío” (palabra que le gustaba pronunciar a mi abuela Teresa, analfabeta y sabia a un tiempo, que tras lavarse la cara con jabón casero por las mañanas y hacer que mi madre la peinara con su moño, decía sentirse “esclarecía”). Ahora el paisaje ribereño, a falta de mejores cuidados, adquiere al menos una luminosidad abierta y se pueden apreciar incluso los diminutos arbolicos que plantaron en primavera los voluntarios y que estaban ahogados entre el cañaveral espeso.
Así que, como les estaba diciendo, crucé el Puente del Argaz y tomé dirección hacia el Menjú (en esa zona no han limpiado los cañares, y probablemente no lo hagan y se limiten solo a los trayectos de Paseo Ribereño de entrepuentes; de todas formas, con las cañas no hay quien pueda y la naturaleza a veces es pacientemente tozuda). Pero no había recorrido quinientos metros, cuando vi un montón de enseres viejos en la misma orilla del camino. ¡Deprimente! Un ejemplo de lo que no se debe de hacer, aparte de que tal acto constituye delito ecológico y ojalá la Policía pudiera trincar a quienes realizaron la acción. Pues hay que ser indolente y falto de respeto hacia los demás para dejar allí una muestra de sus miserias. Ustedes perdonen, pero es que me indigno.
Ahora, también les digo una cosa: un alto porcentaje de la población desconoce que existe un servicio gratuito de recogida de enseres viejos. Yo hablo con la gente, y la gente, en su gran mayoría, me dice que no sabe eso. Así que no me extraña que, junto a los contenedores del pueblo y de los campos, siempre haya colchones, tresillos, sillas derrengadas, muebles viejos y otros cachirulos indecentes, y eso cualquier día de la semana y a cualquier hora. Cuando la cosa es más sencilla de lo que parece, y barata: El tema empezaría a solucionarse poniendo en cada punto de recogida unos carteles informativos sobre el correcto uso de dichos puntos, del horario, de la necesidad de introducir las bolsas en los contenedores, del tipo de residuos que admiten dichos contenedores, etc., y de manera destacada, el número de teléfono de la empresa que recoge los enseres viejos; luego, tras la información, clara y concisa, la advertencia de sancionar a quien vulnere las normas o destruya o dañe el propio cartel, pues aquí ya hay que curarse en salud, ¡que nos conocemos! Y que me perdonen los responsables municipales de que me haga el pesado con estas cosas, pero es que me indigna la indolencia y la mala praxis de la gente.
Bueno, a lo que vamos, que me fui camino del Menjú, que es un lugar mágico, aunque abandonado a su suerte y agredido por individuos de toda laya: los “robahierro”, los “delincuentes del mechero” y los que gozan con destruir y dejar huella de su vandalismo congénito; ah, y por si faltaba algo, el jodío escarabajico “picudo rojo”, que se ha cargado todas las palmeras, aunque están brotando retoños nuevos en plan salvaje.
Cuando acaba el caminico y los últimos bancales del Barranco de San Pablo, donde mi amigo Paco el Lejo cultiva su hermosa plantación de albaricoqueros, solo continúa una sendica de las llamadas antes “de pescadores”, que sortea las prominentes raíces de los árboles y que atraviesa la reguera de agua de la cola de la acequia Andelma, que allí va a morir al río (y éste en la mar, cual nuestras vidas). Veo que han puesto un puentecillo de tablas en ese lugar; a lo mejor han sido los de las bicis, pienso, que suelen circular mucho por estos rincones del Segura.
Más adelante llego a la caseta de la acequia Charrara, que nace en Cieza para regar huertas de Abarán. La caseta está peligrosamente sin puerta (la arrancarían los “robahierro”), por lo que no estaría mal que alguien dijera a esta comunidad de regantes que mantenga en condiciones de seguridad sus instalaciones. Pero como está en terreno privado…
Continúo un poco más y cruzo por donde estaba la entrada del canal principal (como también robaron las partes metálicas de la compuerta, han echado unos camiones de hormigón y tierra para cegar el arranque de dicho canal). Paso junto a la casa derruida del barquero y sigo entre un cementerio de palmeras muertas en dirección a los edificios de la vieja central hidroeléctrica. Contemplo el “by-pass”, hecho con peñones por la Confederación Hidrográfica del Segura, para que los barbos puedan remontar la antigua presa y llego a un espacio verdaderamente hermoso, entre altos árboles, con el suelo alfombrado de hojas caídas. Un lugar de cuento, si no fuera porque al parecer es visitado por individuos que van allí a pimplar cerveza y tiran al suelo los botes de aluminio (un veneno para el medio ambiente).
Sin embargo, pacíficamente solo, tomando apuntes de acuarela para sus cuadros mientras escucha Radio Clásica, hallo con sorpresa a mi amigo Pedro A. Marín Penalva y hablamos un ratico. De vez en cuando sopla una brisa leve y cae del cielo la lluvia amarilla de las hojas. ¡Fantástico lugar y momento para escuchar el adagio de Albinoni!, pienso. Y dejo crear al artista.
©Joaquín Gómez Carrillo
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