Viejo lentisco calcinado en la Sierra de la Palera |
Miren lo que les digo, eso que aseguran por ahí de que no nos acordamos de un año para otro de la calor es un cuento chino. Pues yo recuerdo perfectamente veranos anteriores en los que, a pesar de dormir destapado y a pierna suelta como es debido, de madrugada, casi al amanecer, me tenía que incorporar con la pereza del sueño para echarme la sabanica que había dejado doblada en los pies de la cama.
Es cierto que a lo largo de los meses de julio y agosto venían dos o tres olas de calor, de ese africano, con las que llegaba, no solo el polvo del desierto del Sahara para guarrear los coches, sino que aparecían también langostas voladoras como las que le mandó Jehová al Faraón en la película “Los Diez Mandamientos”, protagonizada por Charlton Heston, para que dejara ir al pueblo hebreo hacia la tierra prometida (¡menudo hueso era el Faraón, ¿se acuerdan?, encarnado por Yur Brynner...!) Es cierto que llegaban aquellas rachas de calor, con siestas que asfixiaban los pájaros; pero duraban tres o cuatro días, no más, y en seguida retornábamos a unas temperaturas llevaderas. Pero esto de este año no es normal, digan lo que digan. Pues llevamos más de un mes con una “ola continua” de calor, sudando lo que no está escrito y con un ventilador a los pies de la cama para medio poder dormir. Y encima, como si todo esto fuera poco, arden los montes. En este caso, no por culpa humana de los incendiarios, sino castigo directo del cielo (ojo, que he puesto “cielo” con minúscula).
Yo, qué quieren que les diga, al contrario de mucha gente, que en seguida ha ido por allí a sacar fotos y vídeos para poner en el “facebook”, no quiero verlo; no quiero ir a ver el rastro del infierno en nuestro singular paraje de Almadenes. No, no. Prefiero conservar en mi cabeza las imágenes de las veces que he recorrido aquellos lugares con placer. Recuerdo un día, va para cuatro años, que me fui solo a tomar fotografías de las plantas que crecen al borde del Cañón. Era una sensación de pequeñez humana ante la inmensidad de la naturaleza... Era un silencio envolvente, roto si cabe por el leve rumor del agua entre las piedras del fondo... Era un desafío arrimarse al abismo y un echar de menos el ser pájaro en esos momentos para abrir las alas y dejarse llevar por el colchón del aire...
Subí por la margen derecha del Cañón, sin apartarme del borde, tomando imágenes de las plantas montaraces que crecían agarradas a las junturas de las rocas. Unas eran simples matitas de naturaleza herbácea, que acompasaban su tierno desarrollo al ciclo de las estaciones. Otras, del tipo de matojos, habían colonizado las pequeñas hendijas de la caliza, e incluso colgaban en la verticalidad de las paredes. Y ya, los arbustos y árboles, como sabinas, enebros o pinatos, cuyas raíces parecían haberse “fundido” con la piedra misma, tan añosos algunos que era imposible calcular su edad, sobrevivían en estado de “bonsai”, chupando la poca agua que era capaz de condensar la roca por la noche con la humedad que se eleva del fondo del río.
Todas las paredes del enorme Cañón de Almadenes están (o estaban) revestidas por una flora autóctona que se ha adaptado durante milenios a vivir en condiciones especiales. Por eso era (y ahora con mucho más motivo) muy importante el no estropear esta singular vegetación. Por eso yo he criticado en mis artículos el que aquello se estaba convirtiendo en una “autopista” de andarines y curiosos, en una masificación de visitantes sin control ninguno (aquel día de que les hablo me topé con un montón de gente que andaba sin fuste pateando el monte; incluso a unos fulanos les tuve que dar de mi agua, porque iban desprovistos y sedientos).
Ahora, con más razones si cabe, habrá que echar el tablacho a los visitantes sin control. Pues en aquel frágil ecosistema hay (o había) matojillos, como el tomillo, el romero, la ajedrea, el árnica silvestre u otras especies botánicas, que crecen y viven en condiciones extremas en las fisuras de losados pétreos y en las inmediaciones del fascinante Cañón de Almadenes; y es muy fácil, cuando se camina en el tropel de un grupo numeroso y cuando no se tiene la experiencia de andar por el monte solo, y cuando se carece de la sensibilidad hacia la vida vegetal de paraje tan hermoso, es demasiado fácil echar la bota encima una y otra vez.
Por lo demás, ahora solo nos queda resignación; aguantar como podamos esta calor agresiva que nos martiriza y que el cielo, ya que no nos envía la bendita lluvia, que no nos mande los infernales rayos; o habrá que preguntarse: “Qué hemos hecho nosotros para merecer esto...”
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 15/08/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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