Brocal octogonal de sillería, con su pileta para lavar, del aljibe de bóveda de la desaparecida casilla de peones camineros, en el paraje Las Ermiticas, carretera de Cieza a Mula. |
Una mañana que andaba yo por Los Paredones, un pequeño monte que hay más allá de la Atalaya, el cual se halla coronado por una cresta de rocas enhiestas como si fuera el lomo de una iguana, encontré semienterrado en el suelo algo que pude identificar al instante, pero que días después, mostrando la fotografía a otras personas, éstas no supieron explicar de qué se trataba. Eso me dio por pensar qué pasará dentro de cinco mil años, cuando los arqueólogos tengan que interpretar restos inverosímiles de nuestra época.
Lo que vi era sencillamente el basamento de hormigón armado sobre el cual se sujetaba un poste de madera, perteneciente a una vieja línea de teléfono que se desmontó hace más de cuarenta años. ¿Por qué estaba dicho reducto de obra en aquel sitio tan difícil cual un hito indescifrable? Pues porque por allí mismo brincaba dicha línea, que comunicaba la central de Cañaverosa, en Calasparra, con la del Menjú. Pues sepan ustedes que hace mucho tiempo no era sencillo hablar por teléfono entre dos pueblos (en Cieza, los teléfonos particulares no eran sino meras extensiones de tres cifras de una centralita) y había que pedir conferencia a la telefonista, que dependiendo de la distancia podía llevar bastante de demora. Por eso, y para poder tener comunicación directa e instantánea entre las mencionadas centrales hidroeléctricas, que si mal no recuerdo eran del mismo dueño: Joaquín Payá, se hizo necesario realizar un tendido sobre palos de madera por montes y barrancos: el Cañón de Almadenes, los Losares, la Rambla del Cárcabo, la Herrada, las faldas de la Sierra del Oro, el Madroñal, el Malojo, Los Paredones y el Menjú.
¿Cómo interpretarán en siglos o en milenios venideros la existencia de centenares de estos mojones esparcidos por campos y montañas? Ni se sabe. Pues cualquier comunicación mediante cables será un concepto olvidado ya por el hombre. Y el tirar una línea con alambres de muchos kilómetros de longitud, atravesando riscos y lugares abruptos, solo para poder hablar por teléfono entre dos centrales, algo que ya no cabrá en cabeza humana (de hecho, a las nuevas generaciones ya les parece algo descabellado). Quizá piensen que son señales colocadas por remotos sabios para determinar la posición de estrellas en el cielo; quizá crean que son hitos de alguna cultura influenciada por extraterrestres; o quizá duden de si estas sucesiones de vigas hincadas en el terreno no tengan nada que ver con alguna creencia religiosa ancestral. Aunque quizá, tras devanarse los sesos, no encuentren ninguna explicación.
Pero al hilo de estas cosas, y mientras caminaba yo por aquel paisaje lunar que es la cima de Los Paredones, cuyas piedras compuestas por infinidad de fósiles muestran a las claras que son estratos que se formaron hace millones de años en el fondo marino e izados luego en vertical por las presiones orogénicas de la corteza terrestre, pensé: ¿cómo determinarán llamar los arqueólogos de un futuro lejano a nuestra época cuando encuentren sus niveles en determinadas excavaciones? La ciencia actual ha identificado a grandes rasgos diversas edades del género humano por el material con que éste fabricaba sus utensilios: edad de piedra, edad del cobre, edad del bronce, edad del hierro... ¿Mas qué pensarán dentro de cinco mil años, cuando hallen restos de nuestra época y los lleven a los laboratorios para datarlos? ¿Qué edad será la nuestra, según entonces?
Miren, en Roma hay una colina: el monte Testaccio, formado por más de veinte millones de ánforas rotas con las que durante siglos se aprovisionó la ciudad eterna de aceite (la mayor parte de Andalucía). Y como no les traía cuenta fregarlas, las rompían allí hasta formar tal montaña de cascotes que hoy en día sorprende solo con imaginarlo.
En Cieza, en cambio, había un barranco amplio y profundo algo más arriba del Maripinar: el de “los Burros”, porque en él arrojaban las caballerías muertas, o las abandonaban allí para que muriesen. Pero un día comenzaron a echar escombros y basuras hasta colmatarlo del todo. Ahora no existe depresión, sino un bancal de melocotoneros frondosos; aunque bajo sus raíces, hasta treinta o cuarenta metros de profundidad, solo hay desechos que pueden tardar miles de años en degradarse. Y así en muchos lugares de otros pueblos y ciudades del mundo; pues hay infinidad de vertederos enterrados en muchas partes (¡somos los productores de basura más grandes de la historia!) De modo que la nuestra, pensé, a la luz de los estudiosos del futuro, bien podría llamarse la “edad de la basura”.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 08/03/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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