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Cielo, luz, invierno, el Pico de la Atalaya |
Ocurrió una vez, según cuentan los viejos, que cierto hombre llamado Morinio Artéllez falleció en su cama sin haber realizado testamento. El hombre tenía dos hijos varones: Pauliano y Castiano. Pero éstos andaban siempre en sus negocios (vivían su vida, como se suele decir ahora) y no se preocupaban en absoluto de las necesidades del padre; ni siquiera en sus últimos días, cuando el pobre se hallaba enfermo y solo, tuvo el consuelo de tenerlos cerca, sino que únicamente aparecieron cuando fueron avisados por los vecinos.
–Vuestro padre acaba de expirar –les dijeron.
Mas cuando llegaron a la casa y lo vieron muerto empezaron a buscar por armarios y cajones para ver si había dejado escrito en algún papel el reparto de los bienes. Pues Morinio, después de una larga vida de trabajo, ahorro y austeridad, poseía una casa, una finca agrícola y una generosa cuenta bancaria.
Como éstos no hallaron lo que buscaban, se pusieron de acuerdo para ir a toda prisa al notario del pueblo y preguntar cuál era la mejor solución.
El notario, que como mucha gente hace en esta vida, se movía sólo por dinero, preguntó:
–¿Hay ya certificado médico del fallecimiento?–No –respondieron ellos, pues habían dejado ese trámite en segundo orden, ya que el principal interés de ambos era solucionar lo antes posible el asunto de la herencia.
–Mirad, yo soy un fedatario público –dijo el notario–, es decir, que doy fe de lo que veo, y no tengo por qué saber ni entender sobre la vida y la muerte. De modo que iré a casa de vuestro padre, lo hallaré en el lecho y le preguntaré el deseo con respecto a sus propiedades, y en cuanto yo vea que él responde con un gesto de su cabeza, a mí me es suficiente; luego estamparemos su firma dactilar en el documento y ¡santas pascuas!
De manera que los hermanos prepararon el asunto mostrándole al notario los títulos de propiedad para que redactase de urgencia el testamento, y manifestándole el acuerdo de ambos sobre los bienes del fallecido: para el mayor, la casa; para el menor, la tierra; y en cuanto al dinero, a partes iguales para ambos.
Llegado el notario al domicilio del pobre Morinio, los hijos le hicieron pasar a la habitación donde estaba el lecho mortuorio con el fiambre, y una vez en el interior los tres (más el finado, cuatro), cerraron la puerta por dentro con un pestillo y se dispusieron a efectuar el acto testamentario.
–¡Morinio Artéllez! –preguntó el notario con voz autoritaria–, ¿está usted de acuerdo en dejar por herencia esta casa a su hijo Pauliano?
Los hijos habían atado un hilo de pescar a la mandíbula del muerto, pasándolo, casi invisible, por debajo de la sábana que lo cubría hasta la barbilla. De manera que ante la pregunta de rigor, ellos dieron unos tironcitos suaves desde los pies de la cama y la cabeza inerte del padre se movió en sentido afirmativo, como así estaba tramado.
–Muy bien –dijo el notario con aplomo.
Después pasó a hacer la segunda pregunta sobre las tierras.
–¡Morinio Artéllez!, ¿está usted de acuerdo en dejar por herencia la finca del campo a su hijo Castiano?
La cabeza del hombre, todavía sin haber adquirido el rigor mortis, dijo que sí de nuevo bajo el truco del sedal.
Sólo quedaba ya por adjudicar la cuenta del banco, que ellos habían decidido lógicamente la mitad para cada uno; y esa era la pregunta de rigor que debía formular el granuja del notario. Mas éste, para sorpresa de los dos hijos, inquirió al hombre de la cama otra muy distinta:
–¡Morinio Artéllez! –dijo el tipo con voz alta y clara–, ¿está usted de acuerdo en que todos los dineros de la cuenta bancaria que posee me sean legados a mí, Don Fulano de Tal y Tal, ilustre notario de esta villa?
Los hijos se quedaron estupefactos por el cambio de planes, y, además, sólo habían preparado un hilo para responder afirmativamente y no habían pensado en otro mecanismo que sirviera para negar con la cabeza. Así que la cabeza del padre se mantuvo inmóvil. Por lo que el señor notario repitió la pregunta, y de nuevo no hubo respuesta.
Entonces dijo, siempre mirando hacia el cadáver yaciente: “voy a repetir por tercera y última vez la pregunta, y si no me responde usted con su cabeza en ésta, tampoco consideraré válidas las anteriores respuestas, y, por consiguiente, no habrá testamento que valga”.
–¡Morinio Artéllez!, ¿consiente usted libremente en que la cantidad total de su cuenta del banco pase, a título de herencia, a mi propiedad?
Entonces, de muy mala gana, el hilo se movió en el único sentido en que podía y la cabeza yaciente dijo que sí.
©Joaquín Gómez Carrillo
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