Agua, cielo y la Atalaya |
Al parecer existió una vez un cuervo que, llegado a la edad de la vejez de los pájaros, había perdido en gran parte la agilidad de volar; y su plumaje, tupido y de una negrura brillante y sedosa mientras fue joven, se le había ido volviendo áspero, opaco y cada vez más ralo, hasta el punto de que al pobre se le veían las carnes a rodales como si llevase un traje roto. Había perdido muchas de sus plumas remeras de las alas, casi todas las timoneras de la cola y gran parte del plumón de su flaca pechuga y de la rabadilla; en una palabra, que al desgraciado le era muy difícil, por no decir imposible, el buscarse por sí mismo su pitanza diaria.
Pero es sabido que los córvidos, también llamados grajos, grajas o grajillas, poseen un mayor grado de inteligencia que muchas otras aves. Entonces este viejo grajo, de aspecto lamentable por sus muchos años, ideó engañar a sus congéneres con el fin de asegurarse la manduca. Así que, como pudo, buscó un nido de cuervos sobre la copa de un pino alto, en un paraje solitario de la montaña, y, aunque resulte cruel decirlo, a picotazos arrojó del nido a los dos polluelos, que ya andaban a medio vestir de plumaje, y se acomodó en lugar de los desdichados grajillos.
Cuando los padres de éstos regresaron con alimentos para sus dos hijuelos, hallaron al nuevo huésped en el nido, pero como eran primerizos en eso del criar, achacaron aquel cambio a la evolución natural del crecimiento, y supusieron que se habría caído el otro polluelo que faltaba, o que lo había tirado el hermano, que también entraba esa posibilidad en los planes de la naturaleza, cruel a veces según nuestra escala humana de lo bueno y lo malo. De modo que, resignados, continuaron trayendo alimentos para aquel “vástago” que se había tornado tan grandullón y desgarbado de la noche a la mañana.
El cuervo es una animal que en lo tocante a la comida, no le hace ascos a nada. El cuervo es omnívoro, es decir que come de casi todo: pequeños reptiles, roedores, pajarillos, saltamontes o frutos de los árboles, e incluso, si se tercia la oportunidad, desvalijan nidos de otras aves, comiéndose los huevos o los polluelos. O sea que, en aras de la supervivencia, el grajo adapta su alimentación según la época del año a todo aquello que se encuentre disponible en los campos para llevar al buche.
De forma que los jóvenes padres, sin saberlo, continuaron alimentando al “infanticida” de su prole, el cual cada día que pasaba tenía mayores apetitos, pero en cuanto a su plumaje ningún cambio positivo se producía, sino todo lo contrario: estaba cada vez más pelado. La pareja de progenitores, muy confundidos con aquel supuesto hijo, se turnaban afanosamente en traer alimentos al nido. Y así transcurrió la primavera, el verano, y hasta llegó el otoño. El impostor, cada vez que la pobre pareja de grajos se posaba en las ramas de junto al nido, hacía un poco de teatro y piaba y aleteaba, como hacen los cuervecillos jóvenes, siempre en demanda de más y más alimentos.
El sentido común de los cuervos les decía a los supuestos padres que allí estaba ocurriendo algo raro, pero qué iban a hacer los pobres; su instinto no les permitía abandonar al que ellos suponían su “retrasado” hijo, de modo que cada vez les costaba más trabajo hallar algo de comida para traerle al nido.
El otoño se endureció con las lluvias y las ventoleras, y ya apuntaban los duros fríos del invierno, durante los cuales no quedaba nada por los campos y los animalillos andaban escondiéndose en sus guaridas. La pareja de grajos llevaba ya casi nueve meses preocupada por sacar adelante su falsa prole, y a los desdichados les era muy difícil encontrar cualquier cosa para comer, aunque bien sabe Dios que ponían todo su empeño, alejándose cada día más de su territorio en la búsqueda de cualquier alimento.
Y llegó a ocurrir que un día no hallaron nada que llevarse al pico. Regresaron al atardecer extenuados de tanto volar durante toda la jornada, y, entristecidos por su fracaso, le dijeron al supuesto pollo:
–Lo sentimos mucho, hijo, pero ya no queda nada para comer por los campos. Hemos buscado por todas partes y se han acabado los frutos de los árboles, y las pocas presas, otrora a nuestro alcance, se encuentran a buen recaudo en sus guaridas. De manera que estamos desesperados y no sabemos ya qué hacer por ti.
Entonces el impostor, consciente y sabedor por experiencia de la cruda realidad que se avecinaba, cesó un instante en su teatrillo de piar como un polluelo y, con toda la falsa inocencia que supo aparentar, dijo con su voz cascarrada de grajo:
–Id a Elche, que allí todavía encontrareis dátiles.
Entonces los apenados progenitores se tornaron estupefactos. ¡De piedra, vamos, se quedaron a oír aquella respuesta!
–¡Ah, tú entonces eres grajo viejo! –exclamaron a dúo. Y a picotazos inmisericordes arrojaron del nido al estafador y vil pajarraco.
***
***
(Cuento nº 6 del libro "Cuentos del rincón")
©Joaquín Gómez Carrillo
©Joaquín Gómez Carrillo
No hay comentarios:
Publicar un comentario