Qué año sería. Antes del 2000, creo; por el mes de agosto, seguro. Uno tiene puestos diversos hitos en los recuerdos para acotar los periodos vitales del tiempo, y los viajes familiares en el Renault 19, con mis hijas todavía, fueron anteriores a esa fecha, ¡ya lo creo! Veníamos de Francia aquel día, por la autopista Bilbao-Behobia; luego ya en Rentería nos desviamos hacia San Sebastián, pero no sé por qué, en lugar de seguir una ruta principal para entra en la ciudad, orilleamos la costa y pasamos junto a la playa de Zurriola, a cuyo final (o principio, según se mire) estaban construyendo entonces la mole de aristas del Kursaal, de Moneo, que iba a sustituir al teatro Victoria Eugenia en lo que a las galas del prestigioso festival de cine de la Concha se refiere.
El sol ya declinaba; habíamos comido en Lourdes, menú de campaña comprado en una tienda de un pueblecico francés, un poco alejados del mundanal gentío que inundaba los aledaños del santuario mariano, por cuya gran explanada no cesaban de desfilar procesiones de rezos a la Virgen en español y en italiano (yo quería hacer muchas fotos del lugar con la Nikon, pero cuando vi el panorama y la gente caminando de rodillas con más fe que los apóstoles, me alejé rápido, ya que me sentí extraño ante la profunda religiosidad que rezumaba ambiente, no obstante compramos dos bidoncicos de «agua de Lourdes» para las entonces abuelas: mi suegra y mi madre, que los recibieron como «agua bendita».
Fue hermoso entrar por primera vez a San Sebastián cruzando la desembocadura del Urumea por el puente Zurriola, tan señorial, flanqueado por esas enormes y llamativas farolas verdes y blancas que asemejan faros marítimos, con el Cantábrico a tiro de piedra (el río Urumea entra en el mar a «espaldas» del Monte Urgull, que con su castillo en la cima mira a la ciudad, y junto con el Igueldo la protegen cerrando el abrazo a la gran bahía de la Concha, ¡preciosa!, con la isla de Santa Clara al fondo. San Sebastián era una bella y elegante ciudad, pero eso lo iríamos descubriendo durante los tres o cuatro días que íbamos a estar allí. Bordeamos con el coche toda la playa de la Concha, cuyo paseo marítimo ostenta la emblemática barandilla, única en el mundo por su diseño, y que inaugurase el rey Alfonso XIII allá por 1916 (cito de memoria). Pasamos el pequeño túnel que hay frente al palacio de Miramar, donde veraneaba la realeza, y, ya dejando la playa de Ondarreta a la derecha, enfilamos las laderas, llenas de vegetación, del vecino monte Igueldo. Y todavía, por un momento, habíamos columbrado, allá en los peñascos donde rompían las olas con furia, el herrumbroso Peine de los Vientos, de Chillida.
La carreterilla curveaba dejando abajo la lujosa ciudad, que empezábamos a avistar por encima de sus tejados y azoteas. Vimos el singular edificio del ayuntamiento con sus dos torres, allá lejos, cerca del pequeño puerto pesquero y del barrio del Bulevar. En la ascensión pasamos junto al pequeño parque de atracciones, el más antiguo de España, situado en el morro del monte con toda la ciudad y la bahía a vista de pájaro, donde al anochecer, cuando se enciende la magia de la «Bella Easo», da gloria sentarse y pensar por un momento que bien podríamos estar a las orillas del cielo. (Por supuesto que una de las tardes, acompañé a mis hijas a disfrutar de las atracciones de aquel parque tan alto que si descarrilara el tren de la bruja podría despeñarse hasta el mismísimo Peine del Viento. Dicho parque, ahora ya centenario, fue inaugurado por la reina regente María Cristina de Absburgo Lorena en 1912 (en realidad la regencia había terminado diez años antes, a la mayoría de edad de Alfonso XIII con 16 añicos). Pero el camping que andábamos buscando estaba aún más arriba, casi en la cima del monte Igueldo, pero en suave declive hacia el saliente, tranquilo, con grandes parcelas, arbolado y no era caro, pues estaba de alguna manera subvencionado por el ayuntamiento donostiarra.
Montamos las tiendas y todavía bajamos a la ciudad esa noche; y eso que veníamos algo cansados, pues habíamos partido de Viella por la mañana, después de tres días pateándonos el Valle de Arán y subiendo a muchos de los pueblecitos que estaban colgados en las altas laderas del valle a cuyo fondo corre el Garona, pero éramos jóvenes y explotábamos al máximo las emociones (creo que fue el último viaje largo con nuestras tres hijas, ¡qué felicidad!). En San Sebastián, ya oscurecido, paseamos por las zonas más turísticas y abiertas, pues eran tiempos etarras y había que guardar el bulto a los tabernuchos herribatasuneros y a las pandillas de exaltados abertzales («los chicos de la gasolina», que decía entonces Xabier Arzallus, paternalista, aquiescente, comprensivo y hasta elogioso, con la «mala gente que camina y va apestando la tierra».
Otro día por la mañana entraríamos al Bulevar, precioso, acogedor, con un urbanismo de diseño tras la destrucción del 31 de agosto de 1813 por «¡fuego amigo!» (me explico: Tras la invasión francesa, Napoleón impone a su hermano José Bonaparte como rey de España, pero el pueblo español desprecia ser dominado por el gabacho y entabla una guerra de independencia; pero como solo no puede, se alía con Portugal y con los que siempre «nos han querido tanto»: los ingleses. De forma que barridos los franceses de casi toda la península, se hacen fuertes en San Sebastián; así que tras un terrible asedio a sangre y fuego, en la fecha indicada derrotan por fin a los franchutes, entonces entran en la ya arrasada ciudad dichas tropas «aliadas con España» y se desfogan de la forma más bárbara, tanto con franceses afincados allí como con los propios donostiarras).
La más bonito del Bulevar, la Plaza de la Constitución a la hora de tomar los pintxos, los balcones numerados, de cuando se hacían corridas de toros en la propia plaza. Lo más feo, las herriko tabernas del casco antiguo con la sucia verbena de sus pancartas, sus banderas políticas, sus fotos de exaltación de los terroristas presos; mejor no acercarse.
Otros días haríamos diversas rutas y visitas a los lugares emblemáticos de San Sebastián y alrededores. Pero aquella primera noche regresamos pronto al camping para descansar. Y lo que nunca nos había ocurrido en ningún otro lugar, en ningún otro camping: nos habían robado; ¿qué nos robaron? El infiernillo de butano. Yo protesté en recepción (que si quieres a Ros, Catalina), acompañado de mis hijas, que disfrutaban la novedad: «¡nos lo han afanao!», se reían. Y mi mujer entonces, ni corta ni perezosa, se fue hacia unos ingleses de una parcela próxima y, por señas universales, consiguió que le prestaran el suyo para calentar la leche.
©Joaquín Gómez Carrillo
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