Lago Lugano (foto realizada por Victoria Elena en 2015) |
El otro día iba yo hacia la ciudad de Lugano en autobús y, cruzando el lago del mismo nombre, vi de pronto aparecer la Luna allá a lo lejos, rojiza y llena como un pan de diez libras, suspendida sobre las aguas entre el monte San Salvatore y el monte Bre, a cuya riviera de este último, poblada de mansiones fabulosas, se encuentra “Villa Favorita”, antes de los Thyssen-Bornemisza y luego, tras el “bragazo” del siglo y finado el barón, propiedad de la Tita Cervera. ¿Pero saben ustedes de que me acordé en ese instante? Pues de una pregunta crucial que yo me hacía desde pequeñico: ¿Cómo es posible, pensé, que esta luna que yo contemplo elevarse ahora mismo entre las montañas suizas, sea la misma luna que están viendo en Cieza aparecer sobre el Morrón? Es una paradoja, obviamente, o no cabe en cabeza humana. Pero la explicación es muy sencilla: cuando miramos los astros del cielo: el Sol, la Luna, las estrellas…, lo que vemos es su imagen aparente, ya sea coronando el Morrón, ya sea flotando sobre un oscuro lago en el cantón suizo del Ticino; pues en realidad nuestra Luna se halla a la friolera de 384 mil y pico kilómetros de la Tierra, y por eso, aquí o en Sebastopol, la vemos despuntar sobre el horizonte con la imagen aparente de que se halla sobre ese determinado lugar, pero es mentira.
Tanto la autovía como el ferrocarril, que suben de la ciudad de Milán con dirección a Zúrich, pasan sobre el lago Lugano a través de un gran dique y un puente. Este lago, el Lugano, es el más pequeño de los tres que hay en la zona (los otros dos son el de “Como” y el “Mayore”) y el único en el que uno de sus brazos sirve de frontera entre Italia y Suiza, y, como se habla italiano en toda el área geográfica, pues se llevan muy bien sus habitantes y suben a trabajar diariamente un montón de italianos al país alpino, con suculentos sueldos pero residiendo en Italia donde la vida no es tan cara; a estos se les llama “frontalieris” y los orgullosos suizos los consideran como unos inmigrantes privilegiados, que todas las mañanas pasan la frontera, echan su jornada laboral y se vuelven a sus casas a dormir por la noche. Luego están los otros, los inmigrantes que residen en la propia Suiza, como mi hija Victoria Elena, que vive en Bellinzona, capital administrativa de dicho cantón ticinés. Ella forma parte de nuestros emigrantes españoles cualificados: jóvenes arquitectos, ingenieros o con otras titulaciones superiores, que tras acabar los estudios en universidades españolas con becas del Estado, ¡hay que fastidiarse!, se han tenido que marchar fuera a dar lo mejor de sí mismos. Ah, y con la condición de que si pierden el contrato de trabajo, tienen que hacer las maletas.
Bien, pues como les decía, el otro día me fui a ver a mi hija en un viaje relámpago. El avión que me llevó de Alicante hasta Milán, aterrizó en Malpensa, una especie de “ciudad aeroportuaria” del estilo de Barajas, y de allí tomé un autobús hasta Lugano, donde me esperaba mi hija con un coche. Por cierto, el chófer del autobús hacía gala de las maneras propias de conducir del país latino: o sea, a “toa pastilla” y adelantando por los arcenes (fíjense que los suizos, cuando trasgreden a conciencia alguna norma de tráfico, dicen: “¡venga!, vamos a adelantar a la italiana” o “¡venga!, sáltate el semáforo a la italiana”).
Otra cosa, ¡muy mal por Ryanair! Y no lo digo porque los aparatos son pequeños con demasiados asientos y tienen que ir los viajeros como piojos en costura, ni porque al entrar notas un tufillo retestinado a humanidad o a comidilla, pues seguramente limpian lo que “veía la suegra y era tuerta”, como decía mi abuela; ni porque se ahorran el poner las pasarelas cubiertas para embarcar o desembarcar y hay que pegarse la pasá de andar arrastrando las maletas por la pista, subiendo y bajando escaleras, y a la intemperie aunque caigan chuzos; ni tampoco lo digo por los desesperantes retrasos en salidas o llegadas. No. Lo digo por la falta de respeto a los viajeros españoles, que son la mayoría en estos vuelos de Alicante a Milán o viceversa, pues nada más cerrarse las puertas del avión, te pegan una paliza con una grabación en inglés como si estuvieran volando en Escandinavia o en la mismísima Gran Bretaña, y, claro, no se entera ni dios, porque yo no sé ustedes, pero lo que es un servidor no sabe de inglés ni papa. Y no conformes los fulanos estos de la Ryanair con la tabarra en inglés, ponen después otra grabación no menos larga en italiano; y al final, un mensajillo de media docena de frases en un español ininteligible por su oscuro acento italiano; y mientras, todos en silencio, aguantando el rollazo y con el cinturón abrochado para el despegue. Pero sin embargo, ¿qué dirán ustedes que hacen en cuanto el aparato se ha estabilizado a diez u once mil metros de altura? Pues que, ahora sí, conscientes de que el avión va lleno de españoles, se oye una perfecta locución en un clarísimo y agradable español (como si hablara una dependienta del Corte Inglés, ¡vamos!) para anunciar que van a pasar a ofrecer a los pasajeros sus productos libres de impuestos. ¡No son nadie…!
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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