Río Verzasca, en cuyo lecho hay enormes piedras pulidas |
Al otro día de llegar a la ciudad de Bellinzona (Suiza), donde vive y trabaja mi hija Victoria Elena, me levanté temprano y salí a tomar unas fotos por el barrio, cuyos árboles de los parques alfombraban de hojas el césped del suelo. Amanecía despacio y unos grajos graznaban sobre las torres medievales de la fortaleza de Castelgrande, el imponente castillo que, encaramado sobre el alto promontorio que se erige en pleno casco histórico y al que se puede acceder de forma gratuita por un ascensor construido en el corazón de la roca, domina toda la ciudad y aún parte del valle del Ticino, un río parecido al Segura que desemboca en el lago Mayore y que por la erosión de su cauce, debe de soportar un enorme caudal de agua en primavera, cuando las altas montañas se desprenden de las nieves del invierno.
Más tarde fuimos al mercadillo de los sábados, en el corazón del casco antiguo, a comprar algunas vituallas para llevarnos de excursión, y, como estaba abierta la colegiata de San Pietro y San Stéfano, ascendí la pequeña escalinata y me colé dentro por la puerta principal. ¡Imponente!, pero estaba en obras de restauración y el andamiaje restaba vistosidad a la arquitectura interior del templo. Así que seguimos caminando entre los puestos, cuyos productos tenían precios prohibitivos, a tono con los de las chocolaterías, relojerías y demás tiendas del centro de Bellinzona. Mejor nos hacemos unos bocadillos, dijimos, con una barra de pan artesanal riquísimo. Así que nos marchamos atajando por la Piacha de Sole, un gran espacio diáfano multiuso al repecho del castillo, a partir de la cual se extiende la parte más moderna de la ciudad, con edificios retranqueados y rodeados de jardines y calles arboladas en su mayoría, exentas de vehículos estacionados.
En el Valle de Verzasca, encajonado entre cumbres afiladas de los Alpes, está la presa del mismo nombre, una fabulosa obra de ingeniería de los años sesenta, que por sus dimensiones fue durante mucho tiempo la presa más grande del mundo. La carretera curveaba entre bosques, ganando altura bajo los abruptos picos montañosos; y ya, en las cercanías de este lugar tan espectacular, pudimos dejar el automóvil echando unas monedas en la maquina del aparcamiento (los suizos no escatiman sacar perras en todos sitios; está claro que si dan buenos servicios y pagan buenos sueldos, el dinero tiene que salir de alguna parte).
Caminamos el arco de la presa de punta a punta, sintiéndonos como hormiguicas desde el vértigo de su barandilla. En el centro, en el punto de mayor altura, se encuentra el artilugio en forma de aparatoso trampolín que colocaron para una película de James Bond: “Golden Eye”. Desde allí, Pierce Brosnan, encarnando al famoso personaje del agente secreto 007 al servicio de su majestad, dicen que se tiró sin despeinarse el tío (a lo mejor fue un doble, porque no todos los actores son como Tom Cruise, que él se lo guisa y él se lo come, en cuanto a escenas de peligro de sus películas se refiere, y no deja que nadie le suplante). Bueno, el caso es que desde hace unos cuantos años se ha puesto de moda el que la gente vaya a tirarse por donde se tiró James Bond, y una empresa se forra con el negocio de la adrenalina: Te suben a la plataforma, te ponen un arnés o te atan de un tobillo, o de los dos, como prefieras, miras hacia abajo y ves las rocas del fondo a 220 metros de profundidad (la Torre de la Plaza de España tiene apenas 50, así que calculen), y, soñando que eres un águila o estás más loco que una cabra, te arrojas al vacío; luego, ocho interminables segundos de caída libre en brazos de la gravedad, hasta que sientes el tirón de la cuerda elástica que te hace retroceder un puñao de metros hacia arriba y volver a caer como una pelota colgada de una goma, y todo a escasa distancia de la mole cóncava del muro de hormigón de la presa. Esta moda, que cuesta unos 300 euros por salto, se llama “jumping” y hay cola para apuntarse. (¡Gente pa’to!, como diría el torero aquel).
Mucho más arriba del valle, volvimos a echar unos francos a la máquina para poder dejar el coche en una anchura que había junto a la carretera y cruzamos por un bellísimo puente peatonal de dos arcos, de aspecto romano, que cruza sobre el lecho de enormes peñones pulidos del río Verzasca. ¡Inimaginable lo que bajará por allí cuando los deshielos…! El valle está bastante poblado y, desde antiguo, existen numerosos pueblecicos agarrados de forma imposible a las laderas, cuyas casas con tejados de piedra (no pizarras, sino pedruscos) consumen desorbitadas cantidades leña para calentarse en invierno.
Cuando se acabó la carretera, aparcamos el coche, pagando, en un descampado junto a Sonogno, el último y más bello y recóndito pueblo del valle Verzasca, cuyas casas y calles son como estampas de almanaque. Allí, ¡qué casualidad!, nos encontramos con Marcela, una india maya de Guatemala, que cuando era muy jovencita se vino de América, casada con un suizo, para ganarse la vida haciendo quesos con la leche de sus cabras y vacas. Ella nos contó que en su primer invierno en aquel precioso culo del mundo de los Alpes suizos, lloraba y no cesaba de decir “¡yo me quiero ir con mi mamá!”
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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