Acueducto de Segovia, obra fruto de la inteligencia humana |
Como han caído cuatro gotuchas esta tarde (solo un fastidio que no deja hacer nada al aire libre, pero que tampoco sirve para empapar los campos y las montañas, tan necesitados siempre del agua del cielo), ha salido el arco iris; desde mi ventana lo veo sobre el cementerio, doble: más intenso el pequeño y más difuso el superior. Mi abuela lo llamaba “el arco de San Martín”, y aseguraba que si te meabas en el nacimiento del arco de San Martín, te cambiabas de sexo, o te volvías hermafrodita, o algo así que ella no sabía explicar muy bien. Pero claro, lo difícil es llegar hasta él. Imposible, pues el arco iris, estudiado muy bien por Isaac Newton, es un fenómeno atmosférico de la descomposición de la luz a través de las gotas de lluvia; es la proyección de un cono cuyo vértice está en el ojo que lo mira (la situación del arco es relativa a la posición del observador, y opuesta siempre a la del sol). ¡Una maravilla de la naturaleza! Lo menciona la Biblia en el Génesis con una explicación muy bonita: dice que es la señal celeste de un pacto entre Dios y el mundo, por el cual el Todopoderoso se comprometía a no enviar jamás otro Diluvio universal a la Tierra, y así se lo hizo saber a Noé, cuando por fin este embarrancó con el Arca en tierra firme (supuestamente en las faldas del Monte Ararat, Armenia).
Pero bueno, yo me había sentado hoy al ordenador, frente a mi ventana, desde la cual veo el campo y el camposanto, para escribir de otra cosa. Miren, estos días atrás han dado por los telediarios la noticia de que los astrónomos han localizado un par de planetas parecidos a la Tierra, los cuales, según dicen, podrían albergar alguna vida, o podrían ser aptos para albergar alguna clase de vida. No se sabe de qué tipo, pero siempre cabe la esperanza, o la duda razonable, de que hayan astros en los que existan unas condiciones de temperatura, atmósfera, radiación luminosa..., y, lo que es fundamental, que haya agua, para que se pueda desarrollar, o se haya podido desarrollar, el germen de la vida: el misterio más grande del Universo. Esa es la gran ilusión del hombre: pensar que puede haber otros mundos ahí afuera, que no estemos solos.
Ahora, el problema es que ese sistema planetario que han encontrado está un tanto lejos para tenerlo como vecino. Según Manuel Toharia, un divulgador científico que da gloria escucharlo, esos planetas giran alrededor en una estrella enana, que se encuentra a la friolera de unos cuarenta milloncejos años luz de nosotros. No es que sea mucho en comparación con la vastedad cósmica del Universo, pero si pensamos que el Sol, que se halla a ciento cincuenta millones de kilómetros de aquí, tarda su luz apenas ocho minutos en llegar a la Tierra, echen un cálculo sobre la distancia que nos separa de estos planetillas. Verdaderamente están “en ca dios”, y encima, para más inri, su estrella es una enana; que no es que no haya crecido más la pobre, sino que ya ha pasado su máximo esplendor luminoso y se está poniendo roja (bueno, eso le ocurría hace 40 millones de años; para poder observar lo que le pasa ahora mismo habrá que esperar otros tantos). Es lo mismo que le ocurrirá a nuestro Sol dentro de unos miles de millones de años, antes de apagarse y dejarnos tiritando de frío.
De modo que si hubiera alguna forma de vida vegetal en alguno de estos astros, como la luz que reciben de su “sol” es mortecina y cargada de radiación roja e infrarroja, las plantas tendrían color rojizo, tirando a negro, en lugar de verde. Además, estos planetas, creo que giran muy cerca de su estrella (que ya calienta poco; bastante menos que cuando casca el sol en la Esquina del Convento en pleno sestero del mes de agosto), por tanto sus órbitas son de mosquito, y al parecer, dan la vuelta completa en dos días nuestros. ¡Pásmense! O sea, que allí los años tienen cuarenta y ocho horas, lo cual es un disparate para poder celebrar la Navidad, la Semana Santa, la Feria, coger vacaciones, asuntos propios... ¡Un desastre! No nos interesan.
Miren, si quieren que les diga la verdad, yo creo sinceramente que estamos solos; al menos hasta donde alcanza la vista. Pues las posibilidades de que haya un planeta como el nuestro, son las de encontrar una aguja en un pajar. Y las posibilidades de que surja la vida en general y la vida inteligente en particular, son las de un reloj suizo. ¿Cuantas veces habría que “aventar” un puñado de piezas sueltas de relojería, tirarlas para arriba, para que por casualidad se acoplen y caiga montado un reloj suizo...? Pues el misterio de la vida más sencilla que exista en nuestro planeta y el orden y funcionamiento del propio Universo, son un millón de veces más perfectos que cualquier reloj suizo. ¿Quiere decirse con esto que no puedan haber otros mundos? Quizá existan, ojalá, pero a lo mejor están en este.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 14/05/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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