Cara oculta del Almorchón |
La tarde noche del día anterior habíamos estado recorriendo las callejas del casco histórico de Seo de Urgel y habíamos visto el tramo del río Segre que acondicionaron y utilizaron durante los Juegos Olímpicos de Barcelona-92 para hacer los descensos en aguas bravas. Aunque para bravo el Valira, el otro río que, procedente de los valles andorranos, abraza el pueblo por el oeste, el cual llegó a desbordarse en 1982 cuando llovió la intemerata en toda la zona, produciendo graves inundaciones (aquello ocurrió durante los días en que vino el Papa a España y Felipe González estaba deseando tomar el poder tras ganar las elecciones).
La noche antes disfrutamos del maravilloso lugar donde estábamos acampados: un prado de frondosa arboleda, alfombrado de césped junto al referido río de aguas torrenciales, el cual estuvimos oyendo entre sueños desde el cálido interior de nuestros sacos de dormir. No he visto otro cámping más bonito y más inmerso en la naturaleza junto a una ciudad como aquél. Recuerdo que a media noche, lo mismo que les ocurría a aquellos marinos de leyenda que no podían resistir el canto de las sirenas y se lanzaban al mar y perecían, me salí de la tienda de campaña y me acerqué con una linterna hasta la orilla del río, cuya rumorosa corriente podía en sus crecidas arrancar grandes árboles de cuajo y, en su acción constante, era capaz de pulir las enormes piedras de su lecho hasta convertirlas en “huevos prehistóricos”.
El día antes habíamos llegado de Barcelona con la mente ajetreada de recorrer sus avenidas colmadas de tráfico y de contemplar sus monumentos, y de rodar por sus autovías de peaje; por eso teníamos deseo de sumergirnos en la naturaleza de los valles pirenaicos y visitar los pueblecicos catalanes del interior. Así que la mañana del quinto día de aquel viaje a Cataluña, Mari, nuestras hijas y yo, pensamos que lo mejor era subir hasta Andorra, que está a un tiro de piedra de Seo de Urgel.
De modo que tomamos el R-19 y, por una carretera curvosa y flanqueada de altas cumbres con laderas plagadas de abetos, fuimos subiendo a contracorriente el estrecho valle del mentado río Valira. En seguida vimos el control de la Guardia Civil y el paso de la aduana. Luego empezamos a darnos cuenta de la presencia de las gasolineras, una al lado de otra; toda la carretera estaba llena de estaciones de servicio: se trataba pues de uno de los negocios del minúsculo país. Pues miles de catalanes de las comarcas próximas subían aquella carretera para llenar de combustible el depósito de sus vehículos. Ni que decirse tiene que antes de regresar a España eché gasoil al coche hasta el gollete.
Poco más arriba, encajonada entre altas montañas, se encuentra la capital del principado: Andorra la Vella (quiere decir “la Vieja” en catalán, que es el idioma oficial de la pequeña nación, aunque la gente habla español sin problemas). La ciudad no era nada del otro jueves: un pueblo grande poco más que la mitad de Cieza, donde lo más destacado, aparte de los comercios, era el balneario Caldea. Como Andorra no tiene moneda propia y siempre ha utilizado tanto la peseta como el franco francés (ahora, desde luego, el euro, aunque no pertenezca a la Unión Europea), cuando nosotros estuvimos a finales de los noventa, nos chocó que los precios de las bebidas alcohólicas estuvieran en francos y los del resto de productos, en pesetas. (Los españoles no iban subir hasta Andorra para comprar coñá Soberano ni anís del mono, ya que aquí siempre hemos tenido el alcohol barato, en cualquier tienda y, desgraciadamente ahora con los chinos, a cualquier hora y para cualquier edad).
Por supuesto que Andorra no tiene tren, ni aeropuerto, mas lo gracioso es que entonces no tenía servicio de correos y se lo prestaba Correos de España. Pero lo que sí tenía, recuerdo bien, era una gran “producción” de tabaco: en cualquier pequeño prado, porción del terreno o jardín, había una plantación. ¿Para qué? Para nada; para quemarlo porque no tenía calidad, pero de esa forma obtenían licencias de importación de cajetillas de rubio, que se vendía por palés en la puerta de las tiendas.
Aquel día comimos muy bien en Massana, un pueblecito que da nombre a una de las siete parroquias en que está dividida administrativamente Andorra. Pero antes habíamos quedado maravillados en Ordino (otro pueblo de otra parroquia), viendo el Museo de Microminiaturas de Nicolai Siadristy, un ucraniano que el tío tuvo la santa cachaza de “esculpir”, entre otras curiosidades que sólo se pueden contemplar a través de la lente de un microscopio, una caravana de camellos dentro del ojo de una aguja
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 14/12/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
Una bonita y amena descripción del recorrido de una parte de nuestra geografía, y sobre todo muy interesante la caravana de camellos dentro del ojo de una aguja.
ResponderEliminarSaludos y buen trabajo
Gracias por el comentario.
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