Un año pusieron focos para iluminar de noche el farallón del Castillo |
Son los tres ejes principales del tiempo en nuestro pueblo: la Semana Santa, la Feria y la Navidad. La Semana Santa, colorista y llena de folclore y religiosidad, no tiene mes fijo, pues como ya saben ustedes unas veces cae en marzo y otras en abril, siempre en función del primer plenilunio de la primavera (se celebra según la tradición de la Pascua hebrea, que era la principal fiesta judía en que Jesús comió la última cena con sus apóstoles). La Navidad, aunque fechada el 25 de diciembre, es un periodo festivo que se alarga y se mete en enero con las celebraciones de año nuevo y Reyes, y aún algunos aseguran que “hasta San Antón, pascuas son”. Pero la Feria tiene bien definido su mes: agosto. Y con ella casi que se despide de facto el verano y, en muchos casos, las vacaciones. ¡Hasta el tiempo, cuando antes no estaba tan loco como ahora, cambiaba el último día de la Feria y empezaba a hacer fresquito el uno de setiembre!
Agosto es un mes de merecido descanso; el calor es agotador, las cosechas estivales del campo ya casi se han recogido por completo y solo resta esperar que llegue la Feria y despedir lo más recio del verano con las fiesta locales en honor al patrón San Bartolomé. Por otro lado, la Feria constituye un periodo festivo que ha ido evolucionando con las épocas y se ha ido adaptando a los gustos y modos de vida sociales. Es decir, a la gente de ahora le divierten otras cosa muy distintas de las que le divertía hace 40 o 50 años, y seguro que dentro de otros tantos la Feria habrá tomado otros derroteros y se celebrará de otra manera. Hubo un tiempo en que, aunque parezca mentira, no se ponían tascas, y la Feria se limitaba a ser solo eso: una feria en el sentido comercial: una sucesión de casetas de madera repletas de juguetes alrededor de la Plaza de España, la caseta de Dimas el joyero, las turroneras, el tío de las sartenes, el tío del serrín y par’usté de contar. Luego estaba la tómbola y las atracciones del Solar de Doña Adela. La música, la que tocaba la banda municipal en la Tortada del centro de la Plaza. ¿Dónde tomaba la gente cerveza y aperitivos? Pues en los bares y tabernas: en el Bullas, en ca Peperre, en el Bar de Isidoro, en el de Minuto, en el de Posás, en el Sotanillo, en el Café del Gato, en los Valencianos o en ca la Tallera, entre otros, pues bares en Cieza nunca han faltado.
Pero los tiempos fueron cambiando: se elegía reina de las fiestas y damas de honor, que luego desfilaban en las carrozas; se engalanaba con bombillas pintadas de colores la Torre de la Plaza de España, que fue el primer edificio alto del pueblo, y hasta un año se colocaron focos al pie de las rocas del Castillo para iluminarlo por la noche, y se veía desde el pueblo como un decorado de Belén gigante (aunque duraron menos que un perro en misa, pues subieron los “vándalos” a la Atalaya y se los cargaron en un santiamén). Todos los años aparecía algo nuevo por la Feria, como cuando vino el hombre que trepaba con una moto por las paredes, y además, sin manos, ¡hala! Pero el año que llegó por primera vez una caseta de pollos asados, eso fue el no va más. Nadie había visto nunca cómo se asaban los pollos dando vueltas y chorreando ese pringue que atufa en quinientos metros a la redonda. Entonces los menos tímidos empezaron a sentarse en aquellas inestables sillas de tijera (como las que repartía el motocarro para el duelo de los muertos en las casas) y a comer pollo asado con cerveza; de modo que en noches sucesivas, el tío de la caseta no daba abasto. Aquello fue un gran descubrimiento ferial. Es por lo que en los años siguientes, acudieron otras casetas donde la gente podía sentarse a comer y beber, las cuales iban ocupando el sitio de las de juguetes que dejaban de instalarse por falta de clientes. Los gustos festivos cambiaban.
De modo que la cosa se veía venir: llegaron las tascas y el olor a morcilla asada en todo el recinto. El Solar “mágico” lo edificaron y las atracciones las mandaron a la Avenida de Italia, al Campo de Fútbol, a la Avenida de Abarán o a la Avenida García Lorca..., antes de relegarlas al descampado de más allá de la Plaza de Toros, ¡bien lejos! En cuanto a los cantantes, quedaron para el recuerdo las fabulosas “galas del Pabellón” y trajeron grupos y orquestas para saturar de vatios musicales y ruido la sufrida Plaza de España, donde apenas queda ya una pequeña muestra de genuina feria: algo de juguetes, algo de joyería y los ternes turroneros. Además de los vendedores africanos con sus productos exóticos y sus chucherías “todo barato”, o los indios andinos con sus gorritos de lana de llama o de vicuña.
Pero hay un espíritu que perdura, que es ese tiempo en que se barrunta al Tío de la Pita, cuando las mujeres daban un pasavolante de limpieza general y descaspaban algunas partes olvidadas de las casas, pues era el mes de la Feria y muchas cosas había que ponerlas en revista.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 06/08/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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