Nacimiento de la Acequia de Don Gonzalo, justo bajo la central hidroeléctrica de Los Almadenes. |
Hubo un tiempo en que las acequias de la huerta de Cieza, con sus canales de tierra a cielo abierto revestidos de vegetación, formaban parte de una cultura agrícola, de un paisaje y de un modo de vida rural. Estas, en su forma tradicional proveniente de siglos, con cuyo caudal manso regaban los antiguos las tierras de portillo, eran en realidad un sueño para el hombre: el de la fertilidad de los campos, el de la abundancia de las cosechas y el del fruto anhelado del trabajo. Las acequias, tal como antes las conocíamos, curveando por las huertas, entre higueras, membrilleros y granados, no significaban para los agricultores otra cosa que el ansiado sueño del agua.
El tapón era un simple trozo de madera desbastada, un palo de forma cilíndrica sujeto con una cadena o un trozo de soga de esparto. Cuando levantaban el tapón para regar, el agua roncaba en el agujero del fondo de la acequia e inundaba la reguera llenándola hasta rebosar; seguidamente corría empujada por la gravedad hasta llegar a las piezas donde se criaban los cultivos estacionales: patatas, tomates, alubias, maíz..., o donde crecían las arboledas de ciruelos, melocotoneros o albercoqueros. La “pará” era el obstáculo de barro y broza que el regador interponía con habilidad en la reguera para ir desviando el agua sucesivamente hacia las diferentes “tablas” del bancal. La “pará” significaba también la unidad de caudal de riego (había que ser experimentado para regar sin tablachos con “dos parás” de agua). Entonces, “volver la pará” (la de tierra) para cambiar la inundación a la siguiente tabla siempre era un riesgo, por lo que el “regaor” se preparaba un capacico terrero de pleita lleno de tierra. A veces incluso, no tenía más remedio que descalzarse de las esparteñas y meterse en la reguera (eso era “poner pie en pará”, que aún hay gente que lo dice).
Algunos cultivos era conveniente regarlos por la noche; así que se veían brillar en la lengua del agua los puntitos de luz, reflejos de las estrellas del cielo. El panizo se tenía que regar cuando cesaba toda brisa después del oscurecer. Las matas de maíz, a pesar de estar reforzadas en su base por los monetes de tierra que se les hacían tras la cava, eran proclives a cabecear y truncarse por el peso de las panochas. Entonces, en la noche, se potenciaban los aromas de las plantas, se oía nítido el canto de las rapaces y se percibía mejor el rumor del agua en las bajantes de los ribazos. Había que vigilar los ratoneros. Si se abría un ratonero en la "atochá” a causa de las galerías de los topos, era preciso acudir rápido y atacar a tientas el agujero con el astil de la azada. Pero lo más emocionante era cuando algún barbo se colaba por casualidad a través del orificio del tapón (las aguas limpias de las dos “acequias de abajo”: la de los Charcos y la de la Andelma estaban pobladas de peces). Entonces este viajaba a la deriva en la corriente de la reguera hasta quedar varado y dando coletazos en mitad del maizal. La suerte era poder agarrarlo, guiado tan solo por los reflejos de luna de sus escamas brillantes y por el chapoteo apurado del pez tratando de regresar al origen de la corriente.
En el estío, las acequias adquirían el embrujo del agua durante la siesta. En ellas, y cerca de los caseríos de las huertas, había “entraores” donde abrevaban los animales, donde podían hacer la colada las mujeres, tomar agua para el gasto doméstico o fregar los cacharros después de comer. Con la calor también, cuando las cigarras medraban con su canto intermitente asidas a los troncos de los árboles del quijero, algunas mujeres jóvenes se deslizaban dentro de las acequias mientras lavaban los vellones de lana para llenar los colchones y almohadas de su ajuar. Entonces, mientras las unas vigilaban para no ser sorprendidas por algún varón que anduviera tras los carrizos, las otras gozaban del frescor puro de los remansos, metidas hasta la cintura y cubiertas solo con las enaguas. Nenúfares blancos parecían, mientras en un rinconcito umbroso, bajo las mansiegas de la orilla o junto a unas ovas verdes deshilachadas, una colonia de escarabajos de agua se agitaba con movimientos eléctricos.
Cuando el riego de los cultivos era menos preciso en la huerta, había que hacer la monda de las acequias, segando con hoces las siscas que crecían al borde de los quijeros y sacando con palas el barro acumulado en el fondo. Las cuadrillas de hombres, que realizaban su trabajo descalzos, comían luego de pie el arroz que preparaba en una sartén grande el cabezalero por el método práctico de “cucharada y paso atrás”. Para estos trabajos se vaciaba la acequia por tramos, levantando las compuertas de los escorredores. Entonces muchos huertanos, ineptos pescadores, acudían a coger con sus manos desnudas los barbos atrapados en los remansos.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 02/07/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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