Umbría de la Sierra de la Palera, tras ser arrasada por el fuego hace unos años |
Desde mi ventana veo pasar los helicópteros. Siempre –pienso– esos pilotos ahí jugándose el tipo. Pues descender en vertical y pararse en el aire como un cernícalo sobre una balsa, estanque o pantano, elevarse después con la pesada carga de agua, volar y aproximarse al foco del incendio en laderas y barrancos abruptos de una montaña, vaciar allí con pericia profesional la catarata de agua y, con la bolsa colgando, escapar de las turbulencias de aire caliente y humo que normalmente se forman en la zona aérea del siniestro, no es tarea fácil ni exenta de grandes riesgos. Pero ahí están esas personas, intentando evitar la catástrofe medioambiental, trabajando para detener en lo posible la voracidad de un fuego devastador y poniendo en peligro su vida porque un desaprensivo, un desequilibrado, un delincuente, ha decidido darle gusto al mechero.
Me pongo triste cuando veo arder los montes, qué quieren que les diga. Pienso en las zonas boscosas, calcinadas en un santiamén, que tardarán muchos años en recuperarse. Pinos con ochenta, noventa o cien años, resistiendo siempre las inclemencias de la meteorología (los tórridos veranos, el azote del viento o la impiedad de las tormentas), árboles beneficiosos para purificar el aire que respiramos, que en otro tiempo proporcionaban leña para cocinar o para espantar el frío en los hogares de los pobres; pinadas donde anidan los engañapastores y las ardillas, y donde a cuya sombra sestea el ciervo rumiando u hocica el jabalí... Pienso en la vegetación del monte bajo, donde proliferan viejos romeros, lentiscos, enebros, chaparras, sabinas o acebuches, algunos de estos semejando añosos “bonsais”, cuyas raíces se abren camino en una estrecha hendidura entre las peñas o colonizan una exigua capa de tierra sobre un losado; matorral beneficioso y necesario para que no cunda la temida desertización, sufridas plantas agrestes que se agarran con uñas y dientes al terreno y que llegan a vivir más de un siglo tan solo chupando la poca humedad que condensan las piedras por la noche.
Me pongo de mal humor, lo siento, pensando que todo ese patrimonio natural, en pocas horas, puede desaparecer y quedar reducido a cenizas y negros fantasmas de carbón. (No sé si ustedes han caminado por una zona forestal recién quemada. Dante quizá lo hizo para imaginar su Infierno). Y todo porque unos terroristas del mechero deciden causar el mal amparándose en la impunidad que les puede dar la soledad de los montes. ¡Qué fácil es lanzar la llama y esconder el brazo! Dicen que a veces puede ser por una venganza, por un fracaso personal, porque no les han renovado un contrato de trabajo, porque han considerado injusto un despido, por una frustración o por vaya usted a saber la causa. Pero estos fulanos tienen que ser conscientes que el daño que hacen es social (no disparan contra el blanco de su ira, si lo hay; no tienen redaños, sino contra toda la sociedad y contra ellos mismos como personas). Es más, deben de pensar, si es que su cerebro de pollo da para eso, que tras la llama cobarde de su mechero puede haber víctimas mortales, que caerán sobre su estúpida conciencia.
Desde mi ventana vislumbro el ir y venir de los helicópteros, llevando trabajadores, brigadistas forestales, bomberos, hasta el horrible lugar del fuego, a enfrentarse con el difícil enemigo de las llamas, casi imposible de dominar cuando se dan las condiciones “30, 30, 30” (más de 30 grados de temperatura, menos del 30% de humedad relativa y un viento de más de 30 km/h). Trabajadores que más de una vez se han visto rodeados por el fuego y que más de uno ha pagado con su vida. ¿Qué pasará por la cabeza de un incendiario cuando se cae un helicóptero? ¿Qué pensará un fulano de estos cuando ve la costosa movilización de medios técnicos y humanos para intentar paliar el desastre que él ha causado? ¿Se creerá importante, héroe, villano, verdugo…?
No paso por alto que hay incendios fortuitos, ya por causas naturales (rayos de tormentas o el efecto lupa del culo de una botella de vidrio), ya por torpe negligencia de los descuidados, los maleducados y los tontos. Pero la gran mayoría de fuegos son por desgracia intencionados, como estos que están carbonizando en diversos puntos el bosque de ribera de las orillas de nuestro río. El autor o los autores se desplazan de un punto a otro para cometer su fechoría; tan pronto atacan en La Parra, en el Argaz o en el Menjú. Ojalá no escape ninguno a la acción de la justicia y purguen su culpa en una prisión, ya que resarcir a la sociedad el coste económico ocasionado, no podrían, ni les sería posible remediar el delito ecológico producido, ni mucho menos devolver consuelo a las familias de las víctimas mortales cuando estas se producen por su culpa.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 18/06/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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