En Játiva, 17 de enero y 2009 |
En nuestro primer viaje a Galicia, a principios de los noventa, con nuestras hijas Ana Sofía, Verónica del Alba y Victoria Elena, y después de haber comido y visitado Astorga, la capital de la maragatería, enclavada en el mismo “Camino de Santiago francés” (dicen que todos los caminos llevan a Roma, pero a Santiago realmente se llega hoy en día por muchas rutas de peregrinos, itinerarios marcados y transitados desde la Edad Media), tomamos de nuevo la carretera disfrutando de los paisajes leoneses.
Por algunos lugares de la provincia habíamos visto pintadas y pasquines pidiendo que León, el histórico reino, se separara de la vieja Castilla para ser comunidad autónoma independiente. Más lo gracioso es que cuando entramos en la comarca del Bierzo, cuya capital es Ponferrada, con los tejados negros de pizarra, y donde la vegetación va cambiando del pardo al verde, encontramos nuevas pintadas proclamando que el Bierzo se constituyera en comunidad independiente de León. ¡Qué le vamos a hacer!, es el sino de nuestra España: separarnos todos de todos como en Babel. Cataluña ahora tira de la manta, el País Vasco ídem de lo mismo, Galicia ya veremos, etc. Yo ya lo tengo dicho: Cieza, república independiente, ciudad-estado; y si se tercia nos anexionamos Ricote como municipio libre asociado.
Mari conducía el R-19 y yo preparaba la Nikon para hacer alguna foto sobre la marcha. Hacía ya un montón de kilómetros que íbamos circulando por la N-VI, pues no había autovía; Galicia estaba por entonces bien comunicada en su interior pero todavía muy mal conectada con la Meseta. De vez en cuándo veíamos las cruces del “Camiño” con sus montones de piedras dejadas con los años por los peregrinos, o los carteles más modernos con la famosa “vieira” (concha) indicando siempre la dirección a Santiago de Compostela. Y mucho antes de atravesar Piedrafita del Cebreiro, localidad por la que se entra a la comunidad gallega, ya íbamos viendo los helechos por las laderas de los montes y un verdor cada vez más exuberante de la vegetación. “¡Al fin, Galicia, terra meiga!”, les dije a mis hijas, que dormitaban o discutían en los asientos de atrás.
A Lugo llegaríamos sobre las cinco y pico de la tarde; doce horas de emocionante viaje. Pues a lo largo de todo camino, como en la vida, la felicidad no hay que buscarla en el final; cada paso, cada acto, cada etapa, cada día y cada minuto, debemos hacerlos fuente de felicidad, pues el destino siempre es incierto y la existencia corta.
En seguida buscamos el camping, que estaba en las afueras de la ciudad, junto al Miño, o mejor dicho, se hallaba situado en un hermoso prado que se asomaba suavemente sobre el río. Las instalaciones eran excelentes y el entorno maravilloso. No obstante, esa noche no hizo el fresco que nosotros esperábamos y tuvimos que escapar de las “crisálidas” de los sacos de dormir y hasta abrir la cremallera de la tienda y respirar la brisa que bajaba de los montes y el olor a hierba mojada.
Habíamos ido a cenar a la ciudad, pero fue a la mañana siguiente, cuando después de pasear un rato por las orillas del Miño, junto a algunas vaquerías, e intentar hablar sin éxito con un hombre viejo del campo que no sabía, o no quería, expresarse en español, nos dirigimos de nuevo al casco urbano de Lugo para visitarlo a plena luz del día. Entonces vimos con todo su esplendor la Muralla Romana, ¡monumental!, construida con miríadas de lajas de pizarra y otras piedras de pequeño tamaño, que encierra con su perímetro de más de dos kilómetros la histórica “Lucus Augusti”. Entramos al interior por una de sus diez puertas y caminamos por las calles lucenses y visitamos sus plazas (en la catedral observé que algunas personas manifestaban su fe de una manera rotunda, dejándose caer de rodillas ante las imágenes sacras, ajenas a nuestras miradas de turistas accidentales).
Luego, por unas escaleras de piedra, ascendimos a la parte superior de la muralla, que donde menos tiene más de cuatro metros de anchura y, paseando a placer, recorrimos por encima un buen trecho, admirando esta cuidada obra milenaria, hoy en día Patrimonio de la Humanidad.
Esa tarde partiríamos para Santiago de Compostela y después de plantar la tienda en el cámping “As Cancelas”, aún tuvimos tiempo de visitar la Catedral, contemplar el botafumeiro y darnos un coscorrón en la frente con el “Santo dos croques”, que no es otro que la figura de piedra del propio autor del Pórtico de la Gloria, el maestro Mateo, esculpida en el parteluz y mirando hacia el altar mayor. Después compramos una cassette con canciones, supuestamente de la tuna santiaguesa, que un tipo cargado de arrumacos y cintas en su capa estudiantil ofrecía con mojigangas a los despistados visitantes por la plaza. Yo les hice a mis hijas y a Mari unas fotos preciosas frente al Obradoiro de la Catedral y al Hostal de los Reyes Católicos, las cuales permanecen aún por los cajones atestiguando que fuimos felices sin saberlo.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 10/11/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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