Un gigante caído |
Qué les iba a decir, el otro domingo estuve en la Sierra de Benís. Mi amigo Manolo Balsalobre, poeta de este pueblo y amante de la naturaleza, me convenció y nos fuimos a hacer algo de senderismo; con su perrica Duna, un animalillo entrañable que iba en el coche como si no existiera.
La Sierra de Benís, enclavada en nuestro término municipal, es una desconocida para la mayoría de los ciezanos, y yo creo que es porque normalmente escapa a nuestro campo visual al hallarse oculta por la Sierra de Ascoy. Conocemos muy bien la existencia de otros montes que rodean Cieza a fuerza de contemplarlos en el paisaje, como son el Almorchón, la Sierra del Oro, la Sierra de la Cabeza, el Picarcho, o el más conocido de todos por su proximidad al casco urbano, que es el querido y muy visitado monte de la Atalaya (también el más castigado, roto y sucio por la acción continuada del hombre: principalmente a causa de las romerías «invasivas» y la presencia de las inmensas canteras abandonadas y llenas de elementos contaminantes, que después de más de una década, ¡pásmense ustedes!, quienes tienen la responsabilidad de limpiarlas y regenerar el terreno se siguen haciendo los longuis).
Pero precisamente por su alejamiento y el hecho de estar poco transitada, la Sierra de Benís se halla en excelentes condiciones naturales, con la salvedad, bien es cierto, de unas viejas canteras de mármol que mellan algunos puntales y que han dejado unos bloques de piedra ciclópeos varados por sus laderas.
Me llamaron la atención los inmensos atochares que pueblan Benís y los alrededores, y me imaginé la época en que una legión de esparteros tomaba bucha en aquellos alejados parajes cuando «salía la romana». Entonces, a pie los llamados «haceros» y otros con su bestia de carga, se desplazaban desde el pueblo con recado para varios días y dormían en una rudimentaria tienda de campaña, al raso o como Dios los encaminaba. Pero aquellos eran tiempos en que la industria espartera había florecido en Cieza y el esparto era materia prima valiosa y codiciada, hasta el punto de ser robada de noche por pura necesidad (era lo que algunos llamaban «dar un picazo» a la luz de la Luna en aquellos tiempos del hambre).
Manolo y su perrica Duna |
Mi amigo me llevó hasta la boca de la famosa «Sima de Benís», un pequeño agujero en la roca caliza que no delata las dimensiones de la oquedad interior: más de trescientos y pico metros de caída vertical hacia el corazón de la montaña. La perrica Duna, con su sexto sentido que poseen algunos animales, se puso a gruñir de miedo cuando Manolo Balsalobre se acercó a la boca de la sima. Y yo, recordando mi época de espeleólogo en el grupo GECA, traje a la memoria otra sima parecida: la «del Humo», por verse salir de ella el vapor del aire caliente algunas mañanas de invierno. La Sima del Humo se encuentra en la Sierra de Lúgar, término de Molina de Segura, y el día que en la fuimos a explorar, comenzó a llover en plena operación y salimos a toda prisa, quedándose colocada la escalerilla de acero de 100 metros, que era lo que medía la sima de profundidad en un primer pozo. Por lo que al fin de semana siguiente decidimos ir a por el material y me acompañaron Pascual Lucas López y Francisco Santos Marín. Uno se quedó arriba, otro descendió hasta la mitad y yo bajé hasta el final, y, estando en el fondo de la sima, con una soledad absoluta y un silencio pétreo, se me apagó la luz del carburero, mas cuando fui a sacarme del bolsillo del mono una caja de cerillas, esta cayó entre los derrubios y recuerdo que aquél en que tentaba por el suelo para hallar a ciegas los mixtos fue uno de esos momentos en que uno piensa: «quién me habrá mandao meterme aquí...».
Luego mi amigo Manolo Balsalobre y yo ascendimos hasta donde hace unos años estuvo haciendo prospecciones petrolíferas la compañía «British Petroleum», la del desastre del Golfo de México, que tras perforar más de 2.000 metros de profundidad, se marchó dejando en la Sierra de Benís toda una explanada con toneladas de cemento, balsas de decantación y un estanque impermeabilizado con plástico para los limos. Es lo que tiene el progreso.
Sin embargo, a primera hora de la mañana, antes de ascender a la cima del monte por la estupenda pista forestal, nos detuvimos a contemplar algo desolador e inquietante: dos viejos árboles tumbados estaban siendo pacto de la carcoma y las termitas. Yo no había visto troncos más grandes y retorcidos: dos colosos, dos pinos gigantescos derribados por el viento hacía años. Y aun a pesar de que alguien había hecho leña de los árboles caídos, todavía algunas ramas, enhiestas, apuntaban al cenit como el costillar de una ballena o los restos antediluvianos de un dinosaurio. Les había llegado su hora por lo visto, pensé. El reloj biológico de la naturaleza es implacable y no perdona. Mi amigo me había dicho: «ven, que veas la caída de los gigantes».
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 03/11/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
Es curioso, parece que conozco de siempre nuestra Sierra de Benís pero no sabría decir dónde está y como sé llega a ella. ¡Buen artículo como siempre!..
ResponderEliminarGracias Conrado, me alegro de que te guste.
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