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Réplica del galeón Santísima Trinidad, fondeado hace unos años en el puerto de Alicante
La obra más ingente del gran escritor canario Benito Pérez Galdós, cuando no la más ambiciosa e importante de toda la literatura española, fue el conjunto de «Los Episodios Nacionales». Y la primera de dicha colección de 46 novelas históricas de la España del siglo XIX lleva el título de «Trafalgar», no podía ser menos, para nuestros males, y no podían estar más orgullosos los ingleses ensalzando a Nelson en «Trafalgar Square» en el centro de Londres.
En fin, nos quedamos en el último artículo hablando de la caída del Conde de Floridablanca, con cárcel incluida. José Moñino y Redondo, que así se llamaba el murciano, fue defenestrado del cargo de secretario de Estado, que lo había sido primero con Carlos III y después con Carlos IV, y encerrado en el trullo por su sucesor, el conde de Aranda, hasta la llegada de Godoy (este sí les suena, ¿verdad?, el valido del rey Carlos IV, que según decían «…era socio en el negocio y era socio en la mujer» —¿no recuerdan lo que le cantaban a Cañamel, interpretado por el actorazo José Bódalo, casado con Neleta, que era Victoria Vera, y el bala del Tonet, interpretado por Luis Suarez, en la maravillosa serie «Cañas y Barro», basada en la novela de Vicente Blasco Ibáñez?—, madre mía, ¡qué personajes tan nefastos!, y no me refiero a los de la novela del autor —de muchísimo éxito— valenciano).
Bueno, dijimos que Carlos IV, nacido en Italia, mejor dicho, en Nápoles, pues la nación, o la unificación, italiana es jovencísima, del siglo XIX, que cuando Garibaldi empezó conquistando Sicilia no tenían ni siquiera una lengua común en la península de «la bota» y tuvieron que echar mano a la literatura de Dante y al dialecto que se hablaba en Milán, era —Carlos IV, decimos— el sétimo hijo de Carlos III y el segundo varón, pero como el primero, Felipe Antonio, había nacido estropeado y lo apartaron de la línea sucesoria, pues a la muerte de su papi (el rey «Cazador», cuyo magnífico retrato de Goya, con la escopeta en la mano y el perrico acostado a sus pies, pueden ver en el Museo de Prado), el hijo heredaría la corona de España, justo el año antes de la Revolución Francesa (y todos los Borbones temblando).
Pero no serían los chicos de la Marsellesa los que acabaran con Carlos IV, sino el traidor, desleal, bellaco, pérfido, indigno y felón de su propio hijo Fernando VII; aunque antes algunas cosas vinieron de mal en peor para España, y Napoleón tuvo gran influencia ello: se había hecho el hombre poderoso de Francia, militar y políticamente, eliminando algunas cosas de la Republiqué Française, además del año de 10 meses y los días de 10 horas. Napoleón se «autocoronó» emperador de Francia y se puso a partir un piñón con la monarquía española, pues lo necesitaba para hacer guerra contra los ingleses. A Portugal le pusieron las peras a cuarto porque se estaba «acacicando» con los britis y dejaba atracar en sus puertos a la armada inglesa. Entonces, en 1801, el chulito de Godoy, que había ascendido como la espuma y era de facto quien gobernaba España, envalentonado por Francia hizo la bravuconada de invadir nuestro país vecino —¡na!, un ataque de juguete que duró tan solo 18 días—, y cuando estaba sitiando la ciudad de Elvas, enfrentico mismo de Badajoz, Manolo Godoy le envió a la reina María Luisa de Parma un ramito de naranjas portuguesas (como siempre sin tarjeta), por eso se apuntaría en su palmarés la victoria de «la Guerra de las Naranjas», ¡menudo genares!
Sin embargo el «amigo» Bonaparte pedía más colaboración de España contra los ingleses: barcos, hombres, dinero. Y Carlos IV, cuando en teoría España estaba en paz con Inglaterra por la «Paz de Amiens», mandó traer de América un dinerete para calmar las ansias del franchute: ¡calderilla tan solo!: 590.000 monedas de plata y oro acuñadas en Lima. Pero enterados los ingleses, esperaron, «a güevo quieto», a la flotilla española, confiada, ahí frente al cabo Santa María de la costa portuguesa y la atacaron para robar las perras, sin embargo el demonio quiso que la fragata de la Armada española «Nuestra Señora de las Mercedes», cargada con el tesoro, se fuera al fondo del mar; eso ocurrió en 1804. (Hoy en día, por avatares de la vida, ese tesoro se encuentra en Cartagena, en el «Museo Subacuático ARQUA»; pueden verlo, se lo aconsejo: es una maravilla, y un ejemplo para entender lo bien que funcionaba la administración española de aquel tiempo (y no ironizo) en los territorios españoles de América; si no, no hubiera sido posible ganar el pleito en los tribunales de los Estados Unidos a la empresa cazatesoros que sacó el cargamento del pecio Nuestra Señora de las Mercedes, del fondo del mar, y se lo llevó a Florida).
Claro, tras esa debacle y ya puestos a malas con Inglaterra, al año siguiente España y Francia unen sus flotas por iniciativa de Napoleón Bonaparte para invadir Inglaterra, pero a los ingleses no se les escapaba una y salieron al encuentro con su armada. De modo que entraron en descomunal batalla en Trafalgar, frente a Cádiz, y, como «Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos», la flota hispanofrancesa, que era mandada por un inepto franchute, cometió un enorme fallo estratégico y los ingleses nos las dieron todas en el mismo lado; nos destrozaron nuestros barcos, causando un montón de muertos y heridos, y nos hundieron nada menos que el galeón «Santísima Trinidad», el más grande barco de su especie jamás construido: le llamaban «el Escorial de los mares», con 140 cañones. Y ahí, en Trafalgar (año 1805), se resolvió la hegemonía de los mares, quedando los ingleses como la principal potencia marítima.
Pero al rey Carlos IV, magníficamente retratados él y su familia por Francisco de Goya (vayan a verlos al Museo del Prado, ¡una gozada!), le crecían los enanos: su hijo, el príncipe Fernando, quería arrebatarle el trono y para ello no dudaba en conspirar y aliarse con el diablo de ser necesario. Primero fue la «Conjura del Escorial», en 1807, y un año después el «Motín de Aranjuez», a raíz del cual a Godoy se lo llevaron codo con codo al trullo y Carlos IV, acojonaíco perdío, abdicó en su hijo Fernando VII.