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Felipe II, rey de los 24 reinos de la entonces monarquía española, incluido el de Jerusalén, hizo colocar en la fachada principal de la basílica del Monasterio del Escorial las estatuas de 6 reyes de Israel ungidos por Dios: Josafat, Ezequías, David, Salomón, Josías y Manasés.
A ver, ¿por dónde íbamos con lo de las monarquías españolas? Disculpen que les vaya mentando, y comentando, el tema un poco a salto de mata, pues obviamente, ni yo soy historiador ni es mi intención convertir estos artículos en un tratado formal de historia. Solo pretendo entretener un poco y, si de paso esto sirve para traemos a la cabeza algunas cosas olvidadas de nuestros reyes antiguos, pues miel sobre hojuelas.
Ya habíamos dado un pasavolante por los Austrias (dijimos que había Austrias mayores: Carlos I, Felipe II y Felipe III, y Austrias menores: Felipe IV y Carlos II), hasta llegar al primer Borbón, que fue el francés Felipe de Anjou, coronado en España como Felipe V, el cual tuvo que meter en vereda al reino de Aragón y al principado de Cataluña, que no lo querían ni en pintura, finalizando con ello la llamada Guerra de Sucesión al trono de España, que duró un puñao de años y tuvo sus «pelendengues», y la cual acabó, en su faceta internacional, con el tratado de Utrecht (acuérdense del Peñón de Gibraltar, cedido tan ricamente los «britis» en 1713). Recuerden también que nos metimos un poco más a saco con Felipe IV, que fue un monarca que apreciaba mucho el arte (Velázquez era su pintor de cámara y su colección de cuadros era la mayor de toda Europa), y que hacía hijos por un tubo: legítimos y bastardos. También, y hablando de «saco», tuvimos ocasión de dar una pincelada sobre el «saco» o saqueo de Roma, a cargo de las tropas españolas e imperiales de Carlos V, eufóricas por la batalla de Pavía, en la que les dieron a los franceses hasta en el carné de identidad, apresando al rey franchute Francisco I y empaquetándolo para Madrid, donde pasó dos añicos en el trullo; con el resultado de tal desbarajuste de la soldadesca para el Vaticano, que el papa Clemente VII tuvo que poner pies en polvorosa y meterse al castillo de Sant’Ángelo, donde estuvo «acojonaico» hasta que negoció su rescate con nuestro Carlos I, y, a partir de ese momento ya comía en la mano del emperador, más mansico que un cordero, ¡oye!.
Bueno, pero hoy nos vamos a meter un poquico más con el segundo de los Austrias mayores: Felipe II, que ya saben que fue el heredero legítimo del trono de España (el trono español, no se lo pierdan, aglutinaba un puñao de reinos y territorios, allende los mares y en suelo europeo, o sea un imperio más grande que el Imperio Romano: eso era entonces España); y digo lo de «legítimo» porque su padre, Carlos I, siendo ya viudo, el hombre había tenido un romance con una chica alemana, del que nació Juan de Austria, considerado hijo «ilegítimo». Felipe, siendo príncipe, se casó con la infanta portuguesa María Manuela, pero con mala suerte porque la chica se fue al otro barrio en cuatro días y sólo tuvieron un hijo: Carlos, enfermico siempre hasta que se murió (lo había criado la amante de Felipe, Isabel de Osorio, que su mérito tiene: las cosas como son).
Pero el rey Carlos I, que era un lince para la cosa de mantener y ampliar el poder por la vía de la coyunda, embarcó a su hijo Felipe para que se casara de nuevo con María Tudor, más fea que picio, pero era católica y reina de Inglaterra (se conocían sólo por los retratos de los pintores: ella a Felipe por un cuadro de Tiziano en el que se le veía muy guapo y apuesto; y él a la Mary, por un retrato de Antonio Moro en el que aparece no muy favorecida y con cara de mala uva (tenía ya 37 años y sin conocer aún la «gracia de Dios»). Y para más inri las leyes inglesas no aprobaban que la reina se casara con un hombre de rango inferior (Felipe era príncipe); así que allí en Londres le dijeron que nanay del Paraguay. Entonces su padre, sobrado de reinos aquí en España, le dijo tú no te preocupes nene, si la Tudor quiere un rey, yo te nombre rey de Nápoles y de Jerusalén en un pispás, ¡hala! De manera que el matrimonio se llevó a cabo y el heredero español pasó a ser rey de Inglaterra como «Felipe I» por el principio «iure uxoris», algo así como el «monta tanto» de los Reyes Católicos. Pero tampoco hubo mucha suerte y ella, que nunca quiso viajar a España por estar muy ocupada condenando a muerte a todos sus oponentes protestantes, también la palmó a los cuatro años y sin hijos (le decían la «Bloody Mary», «María Sanguinaria», ¡ojo al dato!). Al marido le cogió fuera y, aunque le mandaron recado de que su esposa iba a hincar el pico, él no regresó ni para el entierro. ¡Muy mal, Felipe!, hay que estar a las duras y las maduras.
Siendo ya rey de España Felipe II, y habiéndole dado calabazas su cuñada Isabel I de Inglaterra, la «Reina Virgen», fea hasta decir basta y protestante, se casó con Isabel de Valois, una francesita de 14 abriles, que la pobre moriría con 23 añicos (¡madre mía!), dejándole al rey tres hijas. También hay que decir que la sede de la corte imperial, que había estado más de cuarenta años en Toledo, Felipe II se la lleva a Madrid y allí permanecerá hasta que luego, su hijo Felipe III, por indicación de su valido el Duque de Lerma, que había inventado el «pelotazo» comprando «a peo» muchos inmuebles en Valladolid, decida trasladarla a dicha capital castellana durante 5 años, lo cual haría subir como la espuma los precios de los edificios. ¿Entiende la jugada del duque?
A todo esto, el rey Felipe II ha concebido la grandiosa idea de construir el gran megapalacio monasterio del Escorial, en base a un cambio en el testamento de su padre, que, muy malico y aguardando la llegada de la parca en Yuste, decidió que no lo sepultaran en Granada con sus papis y abuelos. ¡Veinticinco años! duró la obrica del Escorial, y por tener un motivo importante para el bestial desembolso de las arcas públicas, Felipe II lo quiso dedicar a la memoria del triunfo en la Batalla de San Quintín, donde tropas españolas e imperiales derrotaron a los franceses una vez más.
¡Y allí está, el Monasterio del Escorial! Todo en él es grandioso, enorme, vetusto, pétreo, destacando su basílica, su panteón real y su biblioteca. Felipe II le cogió querencia al edificio y lo convirtió en su residencia favorita, desde donde gobernaba sus reinos. A todo esto, se había casado de nuevo con Ana de Austria, que también se le muere jovencica (tenía gafe con sus es posas), pero a la que llegó a hacerle 5 hijos, entre ellos el heredero al trono de las Españas, que sería Felipe III. Finalmente, enfermo para morir, y muy católico el pobre, pide que lo lleven desde Madrid al Escorial a hombros en una silla de madera (un palanquín) para entregar su alma a Dios entre aquellos fríos muros.