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Con Carlos III, sin quitarse el sombrero
En el último nos quedamos cuando el catolicón Felipe II se marchó al otro barrio; que siendo el hombre más poderoso del mundo (por detrás de su padre Carlos V, claro), y viéndose él ya muy malico, se hizo transportar desde Madrid hasta el Monasterio del Escorial a hombros, en una silla de madera, un palanquín, que allí está todavía para verlo, entre cuyos fríos muros de piedra de aquel vasto palacio entregó su alma.
Pero hoy damos un salto adelante y nos vamos al siglo XVIII, al de la «ilustración», durante el cual pasaron por el trono de España varios reyes: Felipe V (el primer Borbón), del que ya hablamos un poquico; Luis I, el rey más fugaz de España: ¡visto y no visto!; Felipe V de nuevo (había abdicado en su hijo Luisico, pero tuvo que continuar a la muerte de este); Fernando VI, hermanico de Luis, que tampoco tuvo un reinado largo; y Carlos III, un tercer hermano que ya había sido rey de Nápoles y Sicilia y traía mucha experiencia en la cosa de gobernar, y que fue de lo mejorcico de la dinastía Borbónica, mejorando lo presente.
El asunto era que Felipe V tenía enorme capricho con su hijico Luis, nacido de la primera esposa, una tal María Luisa, de la Casa de Saboya, y a los 17 años le dijo «venga, nene, que te voy a hacer rey, que tú ya eres un hombrecico», pues la mayoría de edad para gobernar en España era relativa (Isabel II fue declarada mayor de edad por las Cortes cuando tenía tan solo 13 años, ¡la chita!). Entonces el padre hizo un decreto, muy rimbombante y apelando a la humildad de que no somos nada en este mundo y que él ponía en manos de su amadísimo hijo todos sus reinos para que rigiese en el nombre de Dios y de la Iglesia Católica, y que protegiera mucho a la Santa Inquisición para evitar la herejía, aquí y allende los mares, etc., mediante el cual abdicó a favor del muchacho.
Hay que aclarar que al zagal, al Luisico, lo habían casado dos años antes, con 15 abriles, y la muchacha tenía 12, una criatura, ¡por Dios! La boda fue en el palacio del Duque de Lerma, un genares bueno, del que ya les dije que, siendo el valido de Felipe III, se llevó la corte a Valladolid, donde había comprado baraticos muchos inmuebles, que después subieron su precio como la espuma (¡un pelotazo en toda regla, con el que se hizo un gran palacio!). Entonces —cosa anecdótica—, como solo el rey podía tener palacios con cuatro torres, nadie más, el fulano este solicitó al monarca dos torres para su palacio en la villa de Lerma (ahora es un magnífico parador nacional); el rey le dijo que bueno, que le concedía las dos torres. Pero el duque levantó cuatro, una en cada esquina; luego, cuando el monarca fue a verlo terminado, montó en cólera y le dijo: «¡Cago en to lo que se menea, Paco, si yo te concedí las dos torres que me solicitaste, bandido!». El otro respondió: «Sí majestad, usted me concedió dos torres; las otras dos son las que me pertenecían por ser Duque».
Pero a lo que íbamos, que allí casaron a los adolescentes: Luis y Luisa Isabel, de 15 y 12 de edad, «menor contra menor». Mas cuentan que la cría no estaba bien de la cabeza, e iba de mal en peor; dicen que le dio por no asearse y no llevar nada debajo del vestido y, cuando le daba la idea, delante de cualquiera, se lo levantaba; ¡un desastre! De manera que el pobre zagal, abrumado por los problemas conyugales, no veía otro camino que recluir a su jovencísima esposa en un convento (así se lo decía a su padre). También se cuenta que el joven rey: Luis I, parece ser que andaba enjugascado todo el tiempo en el Palacio de la Granja y su papi, en Madrid, en el Palacio del Buen Retiro, era quien llevaba las riendas del gobierno.
Sin embargo, ¡oh, desgracia!, antes de que transcurriera el año desde su coronación (229 días para ser exactos), el rey Luis, para colmo de males, cogió la viruela y se murió el pobrecico. No pierdan de vista que antes la gente se moría a chorro; patologías que hoy en día se curan con una pastillica, o se evitan con una vacuna, eran mortales: la viruela, la tisis, el garrotillo (a mi abuela se le murieron 5 hermanas del garrotillo, y la tuberculosis devastaba familias enteras sin remedio alguno). También se dice que la reina Luisa Isabel (¡una adolescente!), a pesar de estar bastante ida de la olla, estuvo cuidando al marido hasta su muerte. Luego, la familia política, o sea, la corte española, le dio pasaporte, y el afligido padre, Felipe V, tomó de nuevo las riendas del poder y reinó hasta su muerte.
Entonces subió al trono Fernando VI (un segundo hijo de la primera esposa del fallecido Felipe V), el cual tampoco reinó mucho tiempo, pues la palmó relativamente joven, con cuarenta y algo de edad. Así que tuvieron que echar mano a Carlicos, otro hijo de Felipe V y su segunda esposa, Isabel de Farnesio. Por entonces, este Carlos ya era un tío bragado, culto, «moderno», y, lo más importante: tenía experiencia en la cosa de gobernar reinos, pues ostentaba las coronas de Nápoles y Sicilia. ¿Y cómo fue eso? Pues de una forma rocambolesca: años antes, España se había embarcado en la Guerra de Sucesión de Polonia (cuando moría un rey sin un heredero claro, las potencias se tiraban como cuervos, a ver si podían aumentar su poder estratégico); no pudo ganar el trono polaco, pero en el río revuelto de una guerra internacional, sí que conquistó dichos reinos italianos, y el rey de España, magnánimo y paternal, se los cedió a su hijo: «Nápoles y Sicilia para ti hijo mío», pues el muchacho apuntaba maneras.