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Ayuntamiento de Haro, en La Rioja, construido en 1769, reinando Carlos III
¿Dónde nos quedamos en el anterior artículo? Ah, sí, en que el rey Carlos III, muy moderno él, decretó el acortamiento de las capas largas españolas, y ordenó que cada cual se hiciese de su capa un sayo, y si no, le mandaba a los tíos de las tijeras (sastres habilitados), que en plena calle, o metiéndose en un portal, le pegaban un tajo al paño más pronto que canta un gallo.
Bueno, recordemos que Carlos III reinó en España de retruque: era hijo de Felipe V (el de Anjou, el primer Borbón, que llegó al trono español por carambola también, con Guerra de Sucesión incluida, tras la muerte de Carlos II el «Hechizado», el último Austria, ¿me siguen?), pero Carlos III era hijo de su segunda mujer, por tanto guardaba cola en la línea de sucesión. Recuerden que el rey Felipe V tuvo capricho con su primogénito Luis I (el «bien amado») y abdicó para que subiera al trono con 17 años, pero el muchachico, a los 7 meses de estar reinando, cogió la viruela y se marchó al otro barrio; por lo que su padre retomó la corona y reinó hasta su muerte, pasando a sucederlo el siguiente hijo, Fernando VI, con no demasiada fortuna, porque también duró poco en el trono y se murió. Entonces fue cuando le llegó el turno a nuestro Carlos, hijo de la segunda mujer de Felipe V, como ya hemos dicho: Isabel de Farnesio, y que estaba reinando en Nápoles y en Sicilia desde que España ganó aquellos reinos en la Guerra de Sucesión de Polonia (ya les menté también que varias naciones pretendieron el trono polaco a tiro limpio. Era como se solucionaban entonces los conflictos), pues el muchacho, muy leal le dijo al rey: «Papá, te he ganado un par de reinos más para la corona de España». Pero Felipe V, generoso él, le respondió: «Quédatelos pa ti, nene, que yo ya tengo muchos».
Así que Carlos de Borbón, que allí en aquellos reinos italianos había sido entronizado como Carlos VII de Nápoles y V de Sicilia y estaba tan a gustito: tenía cuatro palacios: el de Nápoles (una joya), el de Portici, el de Capodimonte y el de Caserta (una preciosidad de estilo versallesco), el pobre se tuvo que venir para Madrid y empezar a luchar en la cosa de modernizar España y a los españoles, que muchos asuntos andaban por aquí manga por hombro. Carlos III (le apodaban «el político»), como hijo de Farnesio, como nieto de Medici, y como hombre culto del siglo XVIII («el siglo de las luces»), admiraba la Ilustración (ya saben: la Enciclopedia, el Diccionario de Autoridades…), y, dentro del absolutismo con que los reyes gobernaban entonces, él era partidario del «absolutismo ilustrado» o «despotismo ilustrado», es decir, «todo para el pueblo, pero sin el pueblo»; eran los tiempos que corrían y no debemos sacar las cosas de su contexto. (En Nápoles y Sicilia, aún hoy en día, sienten el orgullo de haber tenido un pasado español y de haber sido regidos por este ilustre Borbón, que impulsó el descubrimiento de las ciudades de Pompeya y Herculano.
Cuando salgan y viajen por España, fíjense bien, pues todo está plagado de obras en las que tuvo que ver Carlos III. No digamos en Madrid, donde le llamaron «el mejor alcalde» (y no se paren solo en la Puerta de Alcalá). Miren, antes, cuando íbamos a Granada por carretera, ¿se acuerdan?: Caravaca, la Puebla de Don Fadrique, Huéscar, Baza, Purullena…, pues antes de llegar a Huéscar, nos encontrábamos con el «Canal de Carlos III», abandonado y lleno de basuras; era una obra gigantesca con la que el rey pretendía traer agua de un par de ríos andaluces a Cartagena. Si van a Haro, en la Rioja, podrán ver un vetusto ayuntamiento mandado construir por el rey Carlos III; si llegan a La Coruña y se acercan a la Torre de Hercules, comprobarán que fue reconstruido el viejo y abandonado faro romano por orden de Carlos III; y si se les ocurre embarcarse en Santa Pola o Alicante y visitar Nueva Tabarca, sepan que fue obra de Carlos III el construir una bonita ciudadela, fortificada y amurallada, para traerse a los habitantes de la isla tunecina de Tabarka, que eran católicos y habían sido esclavizados, los pobrecicos, por un fulano árabe que era sultán de Argel. Entonces el rey de España ordenó echar de la isla alicantina a los piratas berberiscos e instaló en sus casicas, todas nuevas, a aquellos esclavos tras ser liberados con mucho empeño. La muralla perimetral de dicha ciudadela isleña, toda de piedra, tenía tres puertas con los nombres de los tres arcángeles: San Gabriel, San Miguel y San Rafael, aunque ahora, los políticos, les han puesto otros nombres en valenciano.
De España se expulsó tres veces a los Jesuitas, y la primera fue reinando Carlos III (las otras dos fueron con Isabel II, que había que echarle de comer aparte, y con la Segunda República, lógico). El rey quería modernizar la nación y recortar la influencia del papa sobre los asuntos religiosos de la Iglesia en España; les culpó de haber sido instigadores del motín de Esquilache y, con nocturnidad y alevosía, eso sí, les mandó poner tierra de por medio en su reino. Incluso echó mano de una prerrogativa olvidada de Carlos V y de Felipe II, para vetar algunas decisiones papales en los territorios españoles. Por otro lado, como pilló a España y Francia luchando contra los ingleses en la Guerra de los Siete años cuando la rebelión de las colonias britis en Norteamérica (¿se acuerdan de que la cosa empezó por negarse los obreros del puerto de Boston a descargar un barco de té?), pues Carlos III, ni corto ni perezoso, se puso de parte de los colonos y estuvo apoyando la independencia de los Estados Unidos, en donde aún perdura cierta simbología española, como la propia moneda de USA: el dólar, que era como llamaban a la moneda de España, el «real de a 8» de plata, que circulaba tanto en la península, como en los reinos españoles de ultramar.