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Iglesia de San Juan Bosco. Donde ahora está la fuente, hubo una chimenea de hierro enrobinado; y, antes de la chimenea, había un bonito jardín con rosales y palmeras.
Aquel día coincidieron en la iglesia de San Juan Bosco el cura José Antonio y el cura Salas. Yo había sido requerido por este último para solucionar un problema técnico, una avería en los altavoces de afuera; así que, con unas herramientas en la mano, tomé las escaleras que subían a la segunda planta. Mientras, en un despachito de la sacristía y departiendo de sus cosas, quedaron los dos padres, uno más «padre» que el otro.
La Avenida Diego Giménez Castellanos, en cuyo centro ahora se sitúa el «Paseo Don Antonio Salas», tenía entonces dos hileras de pinos, una a cada lado, y era amplia con una mediana ajardinada en el centro; sin embargo no se pudo tirar recta del todo porque ya habían construido una industria frutera allá en el Camino del Cementerio, el que pasa por las Casas del Disco y junto a los patios del Colegio Pedro Rodríguez. El nombre se le dio a esta avenida por un político republicano. Era de Cartagena y, habiéndose presentado por Cieza en las históricas elecciones municipales de 1931, salió elegido concejal; ejerció de primer teniente de alcalde y después de alcalde, hasta que lo mandaron como delegado del gobierno a Melilla. Luego lo nombrarían gobernador civil de Huelva, donde le pilló la sublevación militar de 1936; y, como el hombre hiciera lo posible por mantener el orden gubernamental, pues en cuanto lo agarró Queipo de Llano (uno de los cuatro generales sublevados, que había tomado Sevilla a sangre y fuego), le hizo un consejo de guerra y lo condenó a muerte «por rebelión». (¡Pásmense!, el rebelado fusiló al leal por rebelión, ¿ustedes lo entienden?). Un poquito de historia.
Don Antonio Salas era un lector incondicional mío y siempre me alentó a que no dejara de escribir. Pero aquel día de la memoria, yo había sido reclamado por el cura para otra cosa bien distinta a las letras. Entonces tenía un oficio y, tiempo atrás, le había renovado todo el sistema de sonido de la iglesia: amplificador, altavoces, micros... Los toques de las campanas eran «enlatados» (y lo siguen siendo). En un armario de la sacristía, donde guardaba la garrafica del vino de consagrar, estaban entonces los aparatos, incluido un tocadiscos «Bettor Dual» con cápsula cerámica; en él ponían un disquito de vinilo de 45 revoluciones, un tanto rayado por el uso y el manoseo, para reproducir los toques: a misa, a muerto, a gloria.
En la Avenida Diego Giménez Castellanos pusieron las farolas un poco antes de unas elecciones municipales (no digo el año; no quiero poner en compromiso a nadie), para que el barrio viera lo buenos que eran los concejales gobernantes y les volvieran a votar; el barrio hizo eso, les votó de nuevo. Las farolas después estuvieron cuatro años sin lucir; no había transformador o cableado o lo que demonios fuera para que se pudieran encender. Pero cuando faltaba poco para las siguientes elecciones municipales, ¡oh, milagro!, mandaron poner la luz a las farolas y estas iluminaron la avenida; obviamente, lo hicieron para que el barrio viera lo buenos que eran los concejales gobernantes y les volvieran a votar; el barrio hizo eso, les votó de nuevo. Un poquito de memoria.
Por entonces también habían construido la estación de autobuses, aledaña a la Avenida Diego Giménez Castellanos, pero, ¡oh, contrariedad!, dentro del recinto de la estación, en medio del patio de andenes, había una torreta de alta de la Hidro, que parecía no poderse quitar. Así que, por la torreta o por lo que fuese, la estación de los autobuses estuvo acabada un puñao de años criando telarañas (también criaría telarañas el Hospital, ¿recuerdan?, hasta que se creara la «Fundación Hospital» en tiempos del alcalde Paco López).
Mucho tiempo después de aquel día en que yo fuera a reparar los altavoces a la iglesia de San Juan Bosco, el cura José Antonio escribiría un libro muy interesante: «Memorias de un misionero enamorado», donde pondría de manifiesto su fe en Dios y el amor a su familia. De ahí que aquel día, en el despachito de la sacristía de San Juan Bosco, él, padre doble (por sacerdote y por engendrar hijos), se hallara en plenitud de gozo, con uno de ellos en los brazos, hablando con su colega. Yo conocía a ambos hombres de Dios desde bastante tiempo atrás. A Don José Antonio, desde cuando ejercía sus cargos eclesiales en Cieza y en la Hoya del Campo, y a Don Antonio Salas, desde que fuera profesor mío en el Instituto Laboral, cuando el barrio estaba en ciernes y la mentada avenida no existía; todo eran solarones, oliveras y descampados para jugar a la pelota.
En la segunda planta de la parroquia había unas estancias embastadas, sin enlucir; y, con ayuda de una escalera de mano, pude colarme, no sin esfuerzo, por un ventanuco alto y salir a la cornisa que daba a la Avenida Diego Giménez Castellanos. Desde arriba se contemplaba la bonita Plaza de San Juan Bosco, donde un jardín redondo, con rosales y palmeras, ocupaba su centro. También el citado parterre central de la avenida remataba (o se iniciaba), frente al atrio de la iglesia, con un frondoso pino. Era hermosa esa entrada a Cieza, flanqueada por las dos hileras de pinos, ya bien crecidos, y de olivos en el tramo de la iglesia del Santo fundador de los Salesianos. Los árboles son importantes, ténganlo presente.
El cura Salas sabía latín. Era un hombre de mucha cultura y, según nos contaba, cuando él estudió el sacerdocio todas las materias se daban en la lengua oficial del Vaticano. En mi etapa de instituto, a mí se me ocurrió estudiar cuarto de bachillerato durante unas vacaciones de verano. Entonces acudí a Don Antonio Salas para que me impartiera la asignatura de Latín, cosa que hizo con mucho gusto, allí en la sacristía y en compañía de mi amigo Ramón Ortiz, que este lo necesitaba para irse a la Universidad Pontifica de Comillas, convencido de una llamada de Dios.
Con algún peligro, que mi oficio soportaba, anduve por la cornisa y me encaramé hasta el tejado del templo, donde había dos altavoces grandes de bocina, fabricados en un plástico duro y montados de forma estanca para aguantar las inclemencias del exterior. «Uno de los altavoces no pita, no va», aseguró el sacristán, que incluso, muy amable él, me había sujetado la escalera cuando yo hice títeres para alcanzar el ventanuco de la cornisa. Comprobé la causa y descendí para ir a buscar solución.
En el año 2000, dos partidos minoritarios en votos se unieron para desbancar de la alcaldía al partido gobernante (el más votado) en la famosa moción de censura, que ustedes han de recordar. Al poco, mandaron cortar bastantes pinos de la avenida con el fin de ensancharla. Nadie dijo ni pío, ni se encadenó a un tronco nadie. Para entonces, ¡qué lástima!, la corporación anterior, ya había plantado la horrorosa «chimenea-fuente», que nunca funcionó por un fallo en los cálculos de diseño, arrasando para ello los rosales y las palmeras de la Plaza de San Juan Bosco. (Años después la quitarían y la subirían al Polígono de los Prados, pues «hacer y deshacer da de comer».)