.
Balsa de la Herradura en el paraje Maripinar, Se puede ver el torreón redondo donde se alojaba el mecanismo de un molino de viento; en primer término una porción del arco externo de la balsa con fábrica de sillería de piedra.
Mi compañero de pupitre en la escuela, un día crudo de enero, que el viento azotaba la cara como si llevara puntas de alfileres, cayó a la balsa, rompió con su cuerpo la corteza del hielo y se sumergió, luego lo saqué como pude tirándole de los brazos y lo llevé de la mano hasta su casa antes de que se quedara tieso como un carámbano.
Por los años veinte del siglo pasado, según contaba mi abuelo, aún funcionaba el molino de viento que extraía el agua de la Acequia de Don Gonzalo para llenar la Balsa de la Herradura; ahora solo queda el torreón de argamasa de cal donde estuvo alojado el mecanismo, con sus grandes aspas de «brazos de gigante» de lona, que era movido por la fuerza invisible del viento. Era por ello, contaban entonces los muy viejos, que cuando pasaban las burras aparejadas con sus serones por la carretera, había que tener cuidado de que no se espantaran si, de pronto, echaba a andar el gran artefacto eólico con una bufá de aire.
La primera escuela que funcionó en las casas del Maripinar estaba sobre la Venta de Julio y la Marica, a la cual se accedía por unas escaleras externas, y la maestra fue Doña Isabel González, excelente persona que años después me daría clase de Biología en el Instituto; pero aquello fue hasta que construyeron la otra escuela algo más arribica, en la orilla de la carretera, la nueva (igual que la de La Parra), ya con el «Plan Nacional de Construcciones Escolares de 1961», y en la que estuvo dando clase Doña Maricarmen Lucas Ros, mi maestra, que la llevaba y la recogía su marido, Antonio Zamorano, en un Seiscientos.
En aquel tiempo había escuelas rurales con aulas multigrado, donde estaban juntos todos los alumnos: zagalas y zagales, grandes y pequeños. Y a ese lado del río, además de las que hemos dicho del Maripinar, estaba la de la Casa de la Campana, la de las casas del Ginete, la de la Torre, la de la Veredilla y la del Salto de Almadenes; aunque también hubo una más primitiva junto a la Ramblilla, a donde venía en bicicleta todos los días un maestro de Abarán (la Ramblilla es la divisoria natural de los parajes de Perdiguera y el Ginete).
Hace ya muchos años, los inviernos era bastante más duros que ahora; el frío de ahora es coser y cantar, ¡na!, un par de rachas y ya está, el resto del tiempo invernal es llevadero. Hace muchos años las balsas se helaban; incluso contaba mi abuela Teresa que ella conoció helarse las acequias, que eso son palabras mayores. Eran inviernos inmisericordes, como los que azotaron Europa en los años de la Segunda Guerra Mundial, que durante el cerco de Leningrado, los rusos construyeron una carretera sobre el lago Ladoga helado y un ferrocarril para abastecer la ciudad, ¿qué grosor no tendría el hielo…? (allí también, con los alemanes, estaban los voluntarios españoles de la División Azul, que se apuntaban a un bombardeo, y no podían domirse en la trinchera porque el corazón se les helaba y morían como pajaricos; Almudena Grandes, que en Gloria esté, lo explica muy bien en su magnífica novela «El corazón helado»).
La capa de hielo de la Balsa de la Herradura no era demasiado gruesa, por eso cuando mi compañero cayó dentro, el peso de su cuerpo hizo astillarse el cristal que flotaba sobre el agua. Esta singular balsa, construida al parecer por los Marín-Barnuevo para riego de su finca de las Delicias, se llenaba elevando el agua de la acequia con un «arte» o «rueda Catalina» a través de un enorme pozo cuadrangular, entibado de piedra, y cuya entrada del agua hasta el fondo del pozo era por una galería bajo la carretera, a piso llano con la Acequia de Don Gonzalo. Dicho «arte» era movido por la energía eólica de las aspas del molino; hasta que, llegado hasta allí el invento del fluido eléctrico por una línea de alta que partía del salto de Cauce, junto al Molino del Lavero, para hacer funcionar la fábrica de mazos de picar esparto de Zafra en el Maripinar, instalaron una electrobomba y desecharon todo lo relativo al molino de viento.
Cuando salíamos al recreo, la maestra nos recomendaba no alejarnos de la escuela. Mas era al final de la mañana, acabadas las horas de clase y habiéndose ido ya Doña Maricarmen en su Seiscientos, cuando nos desperdigábamos por los aledaños. Entonces no había vallas por ninguna parte; no hacían falta, pues se tenía conciencia sobre el respeto de lo ajeno. Así que uno de los espacios con atractivo para nosotros era la mentada Balsa de la Herradura. En ella habitaba una carpa vieja, gigante, y llena de cicatrices por el lomo, a saber de qué y por qué.
En la Venta de Julio paraba mucha gente; unos subían y otros bajaban por la carretera, que aún estaba sin asfaltar y solo a merced de las reparaciones que hacían los peones camineros. Entre los vehículos que allí se detenían, estaba el autobús del Salto de Almadenes, pues siempre alguien se apeaba o siempre alguien se subía. Pasaba sobre la una y algo, lleno de gentes de los campos que habían hecho compras o negocios en el pueblo. Algunos alumnos de la escuela debíamos esperar el autobús para que nos librase parte de la caminata de regreso a casa al medio día.
La Balsa de la Herradura, una construcción singular, digna de protección como patrimonio de los ciezanos, tiene sus muros de sillares de piedra. Decían que los Marín-Barnuevo tuvieron el capricho de hacerla en forma de herradura, abrazando el torreón del molino que extraía el agua con la energía del viento, y que la sillería de piedra trabajada la trajeron de las canteras de su coto Peña. El arco exterior está conformado por setenta bloques de piedra de casi dos metros de altura, engarzados de forma milimétrica con grapas de acero (las calentaban al rojo y las colocaban uniendo los sillares; al enfriarse estas se contraían y forzaban la compactación de las piezas pétreas).
Sobre dicho muro de piedra caminábamos aquel día, libres como pajarillos, observando los movimientos erráticos de la vieja carpa, que asemejaba los rumbos de un submarino navegando bajo los casquetes polares. En los bancales lindantes, la tierra, congelada por la escarcha de la noche antes, crujía al pisarla cual si escondiese cascarones de huevos. Entonces, mi compañero, que con una caña golpeaba el hielo para amedrentar al pez, resbaló y sumergió su cuerpo en la gelidez del agua, de donde lo saqué empapado como un pollo y a punto de quedarse paralizado por la hipotermia.