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Entonces había dos eucaliptos junto al Puente de Hierro (la gente decía «calistros»)
Por entonces el Puente de Hierro, que ya no era de hierro, poseía su piso de adoquines (el antiguo puente, que sí era de hierro, lo tenía de tablas); el resto de la Carretera de Mula, que en los mapas venía como «de Mazarrón», pues la proyectaron en el último cuarto del siglo XIX para tener conexión con aquel puerto de mar, era aún de firme de tierra, incluido el Puente de los Nueve Ojos y otros puentes de ésta, como el de Meco, ¡precioso!, de piedra trabajada, con tres arcos de medio punto, sobre el Barranco de Meco, o del Madroñal hasta el paraje de Las Lomas, que a partir de ahí cambia su nombre, y el cual desciende desde la Sierra del Oro y desemboca en el río Segura por el paraje La Brujilla, junto a los escorredores de las dos acequias de la margen derecha del río: la de Don Gonzalo y la de la Andelma.
Mi abuelo Joaquín del Madroñal cultivaba un huerto en el Fatego, justo en el inicio del paraje, o sea, pegado al Puente de Hierro, bajo los eucaliptos, porque había dos, ¡enormes! (la gente decía «calistros»), y en pleno verano, cuando bajaban familias enteras con su prole a bañarse al Arenal del río, el hombre de los helados se ponía con su carrito de madera a la sombra de los eucaliptos, vendiendo horchata, limonada, polos y chámbiles. Mi abuelo llevaba aquel pedacico de tierra, que era de una señorita, y lo tenía convertido en un vergel. Era mediero, cosa que se estilaba mucho: los señoritos poseían la tierra y los medieros la cultivaban por el sistema de aparcería en los esquilmos.
Años atrás no existía el muro que ahora defiende esta pequeña parcela de cultivo de las bravuras del río. Ahora sobre el muro pueden pasar los caminantes ribereños, un placer sin igual que disfrutamos en Cieza. Cuando no existía dicho muro las riadas entraban por el huerto de la señorita de mi abuelo y dejaban una lengua de arena y limo que casi cubría los troncos de los mandarinos, la cual debía retirarla luego con mucho esfuerzo.
Las dos cuestas que bajaban hasta el Puente de Hierro: la que viene de ca Ricardo y la otra que procede del Cubico, por donde ahora hacen esa procesión nocturna, con antorchas de fuego, túnicas de saco y cíngulos de esparto, del «Descenso de Cristo a los infiernos», eran de un descuidado firme de tierra. Mi abuelo, cuando se echaba por ca la Pilindra a comprar un paquetico de Ideales para fumar a hurtadillas de mi abuela, bajaba por la cuesta del Cubico; luego tomaba una sendica que curveaba por el terraplén, lleno de basuras e inmundicias, hasta la puerta de hierro oxidado del huerto. Algunas veces me llevaba a mí de la mano y yo veía cómo habría el candado con una llavecica hueca que sacaba del bolsillo del chaleco, y, al empujar la puerta, llenos de orín en sus goznes, se oía chirriar cual un animal herido.
Entonces sí sabían colocar bien los adoquines, todos a ras, como el adoquinado que hicieron en la Rambla del Cárcabo para que la carretera del pantano la vadeara, que allí se halla, entre juncos y baladres para verlo, ¡está perfecto! (por allí pasó el rey Alfonso XIII cuando la inauguración de dicho embalse en 1925); luego harían un puente y el vado de adoquines quedaría abandonado en el lecho de la rambla. Igual ocurriría con el adoquinado por el que la carretera general vadeaba la Rambla del Judío cuando no había puente (el choque del camión de bombas con el tren correo ocurrió, precisamente, porque la carretera tenía que cruzar las vías para descender hasta el fondo de la rambla). Ahora, en cambio, no saben colocar los adoquines así de bien, y a la vista está el firme de la Calle Mesones o el de los laterales del Paseo, lleno de bultos.
El suplicio de mi abuelo, que se ponía un pañuelo extendido sobre su calva blanca y bajo su gorra negra cuando trabajaba con ahínco en el huerto de la señorita, era impedir que el nietecico, que apuntaba pasión por las alturas, se subiera al muro de la orilla del río; cosa que a la que se descuidaba, ya estaba yo, exultante de gozo, caminando por encima, al igual que lo hacían algunos pescadores, que pasaban con sus cañas de bambú y sus cenachos de esparto para tirar unos lances en los remansos o echar unos volantines. Donde remataba el muro existía un espeso cañaveral y, entre las cepas de las cañas, había una bajada hasta la orillica del agua, por donde mi abuelo descendía a llenar su cántara, pues el agua del río se podía beber sin problemas, ya que no había el peligro de la contaminación actual, que hay basuras por todas partes, ¡dios mío!).
Al regreso del huerto, que el pobre siempre llevaba a la espalda una capacica frutera, de aquellas de palma, con alguna hortaliza, con alguna fruta o con alfalfa para los conejos, se echaba por la carretera, que como he dicho al principio era de suelo de tierra, y subía la Cuesta de los Pajeros, cuya fragua todavía estaba en el badén de la Cuesta del Río; pasaba frente a los Marines, los aperadores, que estaban haciendo ruedas de carro, ubios para uncir las mulas en la labranza y rejas de arado; doblaba por la esquina de las Monjas Pastoras, que entonces había una tapia coronada de púas de punta donde ahora están los pisos de la «Calle Roja», y al repecho de la esta se sentaban algunas mujeres haciendo lía o peinándose al sol.
El Camino de Madrid sí tenía su pavimento de asfalto, ya que había sido travesía de la carretera general Madrid-Cartagena hasta la apertura de la Gran Vía. Por el Camino de Madrid, la Calle Mesones y el Camino de Murcia, había pasado, a deshoras de la noche, Alfonso XIII en su huída a Francia en 1931; por ahí también pasaría el cargamento de oro del tesoro nacional, en 1936, camino de Rusia, entregado graciosamente a Estalin por el doctor Negrín, que a la sazón era ministro de Hacienda, y casado con una rusa; y por ahí transitó la caravana de camiones militares repletos de munición para el frente en 1937, cuyo último vehículo cargado de bombas chocó fatídicamente con el tren, como he dicho antes.