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Histórico Puente de Alambre en Cieza, de tablas y colgado de maromas de acero, ha soportado muchas veces el embate de grandes riadas del Segura, llegando a pasar el agua por encima.
Doña Alicia, profesora de Ciencias en el Instituto, se había casado con Pepe el confitero, decían; y vivían por enfrentico de Mariano el del Horno, en la Calle Reyes Católicos. Pero entonces aún no conducía ella su Gordini amarillo. La verdad es que en 1968 el único que iba en coche al Instituto era el director, Don Jesús Pinilla, que tenía un Seat mil quinientos negro, al que Pepe «Zurrón», el conserje, le limpiaba el polvo con una bayeta amarilla, de aquellas que se utilizaban para borrar los encerados. En aquel tiempo, salvo Don Isidoro Ruiz y Don Antonio Salas, que iban a dar clase en Vespa, el demás profesorado lo hacía a pie. (Años después, lo que son las cosas, Don Aurelio Guirao, poeta, filósofo y «romanchista», según un cartelico que tenía en la puerta de su piso, iría en bicicleta).
Las calles aún, y salvo la Juan Pérez (hoy San Sebastián) y alguna otra del casco antiguo, eran de doble dirección, pues como no había coches aparcados, se podía circular a placer en un sentido y en otro. Bueno, a placer no tanto, porque cuando Doña Alicia empezó a conducir su Renault Gordini (decían que era el coche de la viudas), las calles del barrio de San Juan Bosco aún eran todas de tierra y el coche, por Calderón de la Barca y doblando la esquina de los corrales del Matadero del Ollero para tomar la Avenida Juan XXIII, iba pegando saltos en los grandes baches. Pero cuando eso ella se había trasladado ya a un piso de la Torre de la Plaza de España.
Arriba de la Avenida Juan XXIII estaban «Los Caballones», donde los chitos jugaban a la pelota. Se trataba de un descampado irregular, de ahí lo de «los caballones», que servía para echar un partido, señalando la meta con dos piedras que hubiese por allí a mano. Dicha avenida estaba proyectada mucho tiempo atrás para que fuese desde la puerta de la Plaza de Toros hasta la Estación del Ferrocarril; una arteria importante. Pero por el sesenta y ocho solo llegaba hasta Los Caballones; más arriba no había nada más que oliveras y carreras de hilaores, cuyos hombres pasaban el día andando para atrás; y más allá, el Camino de la Fuente, que curveaba frente a la puerta principal de Manufacturas Mecánicas de Esparto. Más la cosa fue que edificaron los pisos de Zarandona, para aprovechar aquel terreno y sacarle las perricas a los solares (dijeron que uno de los propietarios era concejal); y ya el proyecto de la Avenida quedó interrumpido en el Camino de la Fuente, tal como está ahora, ¿para qué continuarla, si además del «tapón» de los pisos de Zarandona, la Estación casi que va a desaparecer y lo que fue un hervidero de vida y viajeros que iban y venían se ha convertido en un desierto fantasma?
La tapia alta del Instituto daba al Camino de Alicante; allí, por esos años, entre las casas de aquella acerica que moría en las oliveras, edificaron una nave muy chula, que era «la Panificadora», una especie de cooperativa de panaderos. El pueblo progresaba. Más adelante, y siguiendo el mentado camino (sin asfaltar, claro), se llegaba a las Casas del Disco. Aún existen dichas casas; lo que no existe es «el Disco», que estaba arriba, frente al Cabecico Raya. ¿Y qué era el Disco?, se podrán preguntar los desmemoriados y los jóvenes. Pues eso era porque aún no se había inventado el güevo de Colón del semáforo. De modo que para que los trenes entraran en la Estación o se detuviesen antes de llegar, la Renfe tenía colocado junto a la vía un rudimento que se movía con un sistema de alambres desde la misma Estación: se trataba de un gran disco redondo y giratorio, que por un lado era rojo y por el otro blanco. Que estaban las vías ocupadas, pues el empleado ferroviario, por orden del jefe de estación, tiraba de una palanca y el disco se daba la vuelta y se ponía rojo para los mercancías que subían de Escombreras cargados de carburante hacia Madrid. Que ya estaban las vías libres, tiraban de otra palanca, unida a otro alambre que tenía 300 metros de largo, y volvía a girar el disco al blanco (había otro disco en la parte opuesta, cerca del Asensao). Y todo eso, desde los tiempos de Isabel II, reina de las Españas. ¡Cómo hemos venido a menos los ciezanos en cuanto al servicio ferroviario…!
Don Antonio Salas se compró en seguida un Seiscientos blanco (antes de la Vespa había tenido una Moto Guzzi Hispania colorada, de aquellas que llevaban la palanquita de los cambios en la parte derecha bajo el manillar, con la cual moto subía a decir misa los Domingos al Salto de Almadenes; eso me lo confirmó mi amigo Paco Escribano, hijo de Mateo, empleado del Salto por aquel tiempo). También se había desprendido de la sotana y vestía un traje gris seglar con alzacuello, fumaba y confesaba a sus prosélitos paseando por el patio del Instituto; era un cura moderno. Al inmenso patio del Instituto se accedía por una puerta que había junto a la casa del conserje, que en 1968 era el bedel Susarte, uniformado con librea (en la casica vivía este con su mujer, la Prado). El mentado acceso al patio, para quien no se acuerde, no estaba enfrentado con la puerta principal del edificio como ahora, sino que lo que había frente a esta era un jardín muy bonito de 16 parterres cuadrados con una fuente redonda en medio que tenía peces de colores (dicho jardín estaba cuidado a maravilla por el jardinero «Zurrón», el padre de Pepe el conserje, que lo fue después de la jubilación del bedel Susarte).
La mencionada puerta de los patios del Instituto (22 tahúllas de terreno, que no es moco de pavo; ¡un logro de los curas Salesianos!, que iban a construir un colegio religioso de «artes y oficios»), se hallaba enfrentada a la Calle Nicolás de las Peñas (hoy Escultor Salzillo), la cual, con firme de tierra, se ponía hecha un barrizal cuando llovía y el alumnado, pantalones de campana ellos, minifaldas ellas, no sabía muy bien dónde dejar caer los pies para no ponerse el calzado hecho un cristo. La puerta no se cerraba durante las horas escolares, aunque había alumnos de tan solo 10 añicos, y los abaraneros y los blanqueños se quedaban a comer en los patios, ya que existía horario partido de clases (los traía un autobús por la mañana y los recogía a la tarde). Entonces no se tenía tanto miramiento con que si los niños salían o entraban, o se iban a robar albercoques a las huertas de atrás (donde hoy está el Parque Príncipe de Asturias) que se regaban con una gran balsa redonda que le llamaban «el Pantano», la cual estaba cerca del Molinico de la Huerta.
Doña Alicia era muy severa en clase. Cuando entraba al aula, todos de pie, casi dejábamos de respirar. Ella nos solía nombrar por el número de orden, «¡usted, 28, salga a la pizarra!», me decía. Un día me llamó por mi nombre y me dijo que quería hablar con mi madre, en su piso de la Torre de la Plaza de España. No sabíamos para qué, si yo era calladico y de matrícula de honor… El caso es que fuimos mi madre y yo, y era porque necesitaba una moza que le hiciera trabajos de hogar. Pero mi madre (no se esperaba eso), escaldada de haber estado desde niña 13 años sirviendo en casa de señoritos, le dijo: «no, mir’usté, Doña Alicia…». Iba a ser que no. De forma que a otro día ella, «28 esto, 28 lo otro…».