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Es invierno y los arboles se hallan desnudos, esperando el milagro de la primavera
Siempre habrá pobres, que dijo Aquel; eso es el Evangelio puro. Pero miren, me inspira escribir sobre el tema un hecho particular, llamativo, y hasta gracioso. Se trata de un muchacho jovencito, un niño (no andará más allá de los doce o trece años), guapo, bien vestido, con excelentes modales y con pinta de ser de buena familia. Pero el zagal, a temprana edad, ha asimilado que se gana más pidiendo que dando. Ya me lo he topado más de una vez (no digo por dónde para no dar pistas), y siempre me pide poco: cincuenta céntimos, con algún pretexto peregrino, como que le faltan para comprarse una pizza o para comprarse una cocacola o para ir al cine, etc.; y yo, con pareja educación, le pregunto que por qué no se los pide a su padre, y el crío, con toda calma, me responde que es que su padre está trabajando, y yo le digo: pues a tu madre, y él arguye que esta es que se ha marchado a casa de su tía (casi nos hacemos amigos, mas yo no suelto los cincuenta céntimos y él se despide cortésmente). Pero es que el otro día, lloviznando, me lo veo venir por la acera con otros críos y va y, con toda educación, me saluda y me dice que le faltaban cincuenta céntimos para comprarse un paraguas, ¡como lo oyen!, ¡qué chito más gracioso!; yo le respondí que le pidiera los cincuenta céntimos a su padre y el muchacho, acordándose quizá de la vez anterior, me dijo: «también es verdad» y continuó alegremente su camino con los amigos.
Lo referido no corresponde a un pordiosero ni a un mendigo, sino a un niño avispado que ha descubierto una faceta económica sorprendiendo a los viandantes; la clave está en pedir poco, pero nunca dejar la cantidad a la albur del dador, sino expresar la cuantía exacta de la dádiva: cincuenta céntimos, ni uno más ni uno menos. Pero lo que no ha descubierto todavía el chico es que la imagen cuenta, impacta. Yo tengo un amigo «pedidor» (según él me cuenta, percibe una prestación rácana de la Seguridad Social); yo le suelo preguntar qué necesita para su sustento alimentario y él, con humildad me apunta alguna vianda que falte en su despensa. Una gran persona, se lo aseguro. Pero a lo que iba de la imagen: le digo el otro día, oye fulano, ¿qué número calzas?, pues le vi unos bambos agujereados. De modo que pronto le llevé un par de zapatos abotinados, comodísimos, que me había puesto media docena de veces. Me agacho, se los pruebo, ¡magníficos! ¿Cómo te están? Muy bien, ¡qué a gusto voy con ellos! Bueno pues tira ya esas zapatillas llenas de troneras. ¡Nooo!, me responde sabiamente, para estar aquí tengo que llevar estos despedazados. ¡Ahhh!, entiendo; chico inteligente él.
En cambio hay otro fulano por ahí que pretende estimular la solidaridad de otra manera, con poco tacto (un día se lo voy a explicar). Fuma mucho y se pone a pedir llevando en una mano el cigarro, y con la otra, la alarga y dice ¡dameee! Cuando le he preguntado alguna vez si quiere algo de manduqui, me pide servicio completo, con bebida incluida. Pero bueno, hace bien; él pide, pues el no ya lo tiene, y si cae el botecico de cerveza o de cola, pues miel sobre hojuelas.
Hace años se les llamaba pordioseros porque pedían «por Dios»: una limosna por Dios, un pedacico de pan por Dios. A lo que la persona solicitada, para decir que nones, respondía: perdona por Dios hermano o hermana, o también: a otra vez será hermano o hermana. Había unas reglas de cortesía, que lo cortés no quita lo valiente. ¿Saben de quien me he acordado ahora? De la Morena; madre mía, la Morena rondaba mucho los Valencianos de la Esquina del Convento (no había otros entonces). Ella se metía e iba recorriendo las mesas hasta que algún camarero la invitaba a salirse; ¡anda Morena, salte, no molestes más, venga!; y la Morena, no muy convencida, se salía a la calle para volver pasado un rato.
Hace algunos años también hacían su visita semanal los rumanos (¿se puede decir la procedencia nacional sin que sea xenofobia, verdad? Estos llevaban unos furgones grandes y aparcaban en la explanada de frente al Colegio Juan Ramón Jiménez. Ellos, los hombres, sacaban unas mesitas y una sillas y se ponían a jugar a las cartas, y mandaban a las mujeres a pedir, y si era miércoles de mercado, mucho mejor. Entonces estaba en la Calle León Felipe el DIA, y ellas, con sus atuendos raciales, solicitaban el óbolo en la puerta aduciendo que era para alimentar las criaturicas, y sería verdad, claro. Un día, alguien les entregó varios tarros de legumbres, que siempre vienen bien y es excelente alimento para toda la familia. Yo los recogí después de la esquina, pues tuvieron la amabilidad, eso sí, de no tirarlos en la explanada o romperlos, y los di a la cajera para que los guardara para otra ocasión.
Recuerdo también otro muchacho, educado, de buena familia (el padre era excelente persona y tenía un pequeño negocio en el pueblo), que le dio por pedir, pero lejos de solicitar limosna por Dios, que no la necesitaba, él pedía para tomar café o para un dulce en la Confitería del Lorito. ¡Oye!, si le daban las perricas para comprárselo, pues a nadie le amarga un ídem.
Después de lo comentado, no tengan reparo en dar limosna, ayuda o lo que sea, a quien pide. Haz el bien y no mires a quien, es la mejor regla. A mí se me ocurrió ir a Madrid en el puente de la Inmaculada Constitución en el año 2015, bien me acordaré para no repetir viaje en esas fechas. Había un millón de almas caminando en las calles céntricas; no cabía un alfiler en la Plaza Mayor, y, desde luego, no he visto tanta mendicidad acumulada bajo los soportales de dicha plaza: montones cartones, ropa vieja y cachivaches, entre los cuales mujeres y hombres malvivían al margen de la sociedad consumista, turista, insolidaria y derrochista.
Murcia tampoco es ciudad que se quede atrás en cuanto a ocasiones para ejercer la virtud de la caridad. Un día, me acuerdo, por los Soportales de la Catedral vi a una señora de la etnia no paya, con su criatura en brazos, pedir «pa un cartón de leche pa mi nenica» a un cura con sotana (hace años de eso, eh); él hombre, lejos de aflojar la guita, pues dice mi amigo el Caco de la farmacia que «gente que huele a cera nunca saca la cartera», le impartió una bendición de urgencia y ella entonces le respondió con una higa.