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Río Segura, a su paso junto al casco histórico de Cieza
Todo cambia, y lo que más, el aspecto de nuestras calles, casas y negocios. En unas pocas décadas desaparece un paisaje y en su lugar vemos otro nuevo. Recordemos, por ejemplo, la Plaza de España con la «Tortada» en el centro, a donde subía la banda municipal para dar conciertos; la acústica de este singular «templete» no era mala, pues la elegante visera del techo, verde manzana, rematada por luces en el borde, reflejaba la música y orientaba el sonido hacia abajo, a los escuchantes de la plaza; mas el problema era la gente, que no se callaba ni debajo del agua. Juan Montiel, bien me acordaré, acompañaba a su hijo Juan Carlos, pues este, pequeñico, ya tocaba en la banda, y le llevaba el estuche, creo, del clarinete; luego, el hombre, lleno de satisfacción, se ponía a escuchar y, llevándose el dedo a los labios de vez en cuando, chistaba a algunos para pedir silencio.
En los bajos de la Tortada estaba el «Oasis», un bar exiguo, pero con la mejor terraza para las mesas. Los zagales de entonces, enviciados con el juego de la pelota, no paraban de dar balonazos en la plaza y luego, sudorosos y sedientos, entraban a la barra a pedir agua, cosa que muchas veces «estaba cortada», o no hubiera hecho otra cosa el hombre que servir vasos de agua gratis a tanto crío. En la Plaza de España también se montaba un escenario para la elección de la reina de las fiestas y sus damas de honor, en cuyo acto estaba presente Don Paco Lucas Navarro (Ginerre), que a la sazón era el alcalde, el cual ostentó el cargo desde 1969 hasta 1976 (el que más tiempo ocupó la alcaldía durante la dictadura fue Don Trinidad Almela Pujante, desde 1960 a 1969; los que menos, Juanazos y Amorós: apenas dos meses).
La Plaza de España, arquitectónicamente, estaba conformada con escaleras; todos los desniveles, que tenía muchos, se salvaban con escaleras, salvo el plano central, que estaba llanico, y la acera circundante. La juventud daba vueltas a la plaza en el sentido contrario a las agujas del reloj, aunque algunos lo hacían en contra adrede, para cruzarse de frente con las muchachicas de su agrado. Por entonces, buena parte del ocio se entendía como «pasear». Pandillas de chicos y chicas, parejas de novios, o incluso matrimonios, se endomingaban con sus mejores ropas y gastaban el tiempo paseando y comiendo pipas. En el Paseo [de los Mártires] se establecía «doble dirección» para los paseantes, respetando la derecha. A ello se le denominaba «sacar agua», en comparación con las norias, cuya bestia giraba en dicho sentido para mover los cangilones. De manera que el gentío, espacioso, caminaba de una punta a otra, en las cuales había dos kioscos de pipas: uno arriba, frente al Palacio de Justicia, y el otro abajo, frente al Cocodrilo.
A los paseantes de la Plaza de España se sumaba un río de gente cada vez que era el cambio de sesión del Capitol, un lujazo de teatro que se llenaba hasta la bandera los domingos para ver películas de estreno. Igualmente ocurría en la punta de abajo del Paseo con el cine Galindo, repleto hasta las tablas del gallinero cuando echaba las de Manolo Escobar. El mejor ocio se llamaba entonces «ir al cine»; y en verano había hasta cuatro cines proyectando películas a diario: El Capitol, el Galindo, el Gran Vía (que luego fue «Pabellón Municipal», donde se hacían galas y venían los mejores cantantes españoles de la época) y el Avenida, en la Calle Mesones, ocupando el solar de la que fuera «La Posada de las Monjas», que como era de los Hoyeros del matadero, le decían el «cine Morcilla». (Los Hoyeros poseían una importante industria cárnica en Cieza: «Embutidos y cárnicas Pastor», y, antes de subirse a la Corredera, tenían el matadero, con sus corrales anexos, frente al Instituto; estábamos en clase y oíamos lo berridos desconsolados de los cochinos cuando les daban matarile.)
En la Plaza de España, alineados a lo largo de la fachada principal del mercado de abastos, se hallaban los taxis. Tiempo antes habían estado en la Esquina del Convento, pero aquello era cuando los coches aún se arrancaban con manivela y, en las cuestas arriba, tiraban el agua del radiador como cafeteras rusas. (A finales de los setenta, cuando los mundiales de Argentina y el «pibe de oro Maradona», Ortuño, en la Plaza de España, vendía televisores en color Werner por un tubo, ¡por camiones!, que le traía Transportes Ciezanos, cuya agencia tenía su local en los bajos de la Torre.) En la «Parada» —les decía— había más de veinte taxis alineados, haciendo servicios, entre ellos los hermanos Camacho: Pedro, Damián y Juan, que luego, con el auge de los vídeos, VHS, Beta y 2000, pusieron el primer negocio de «videoclub», de alquiler de películas, en la calle Virgen del Buen Suceso.
Los taxistas se lo pasaban bien; siempre estaban con sus bromas y se acercaban mucho a la tienda de Ortuño, pues eran todos amigos. (Con las primeras cámaras de vídeo Sony, recuerdo que hice un día una pequeña grabación de algunos taxistas de buen humor y el paso de Miguel García, el de la tienda de Cortefiel «Ramón García», con su perro bóxer. ¿Dónde andará aquel vídeo?) Aquí, aun a riesgo de dejarme bastantes sin nombrar, entre los taxistas aquellos, mentaré a Espinosa, a Agustín, a Peñataro, al Alcaina, a Paco el estanquero, a Pepe el Cabecicas, a Joaquín Ayala, a Marín, al Cutillas, al Chapa…
La Imprenta Ortega estaba en la esquina de la calle de «la Palmera» (Gregorio Ruiz), con Buen Suceso, y en cuya vivienda de encima, dicen que estuvo residiendo un tiempo Blas Piñar, cuando fue notario en Cieza; por eso quizá el partido de aquella derecha residual «Fuerza Nueva» alquiló dicho local para su sede y, por las ventanas, sacaban los altavoces para dar la murga con sus músicas de rutas imperiales. Los Ortegas de la imprenta eran varios hermanos y hermanas, que vivían frente al Cuatro Esquinas, y todos solterones menos uno, que residía en la Torre. El que estaba más al pie del cañón en la imprenta era Pepe, más sordo que una tapia; se ve que del constante ruido de las máquinas durante tantos años; y también su hermana Josefa, chepaíca la pobre de estar siempre encorvada preparando las planchas de imprimir con los tipos móviles. El pasar por la puerta y oír el característico sonido de las prensas es un recuerdo sonoro anclado en nuestra memoria.