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Panorámica del Segura a su paso por Cieza, chocolateado por tormentas ocurridas en parajes alejados río arriba.
Eran, por aquel entonces, malos tiempos de guerra y algunos hombres jóvenes, en edad de incorporarse a filas, preferían más bien no exponerse a las balas; cosa bastante comprensible, ya que si oír una bala es malo, peor es no oír la que te mata. De modo que ¡iba a ser que no!, cuando a estos les llegaba la citación para presentarse al Centro de Reclutamieto que había en «Torre Guil», Sangonera la Verde (Murcia), un pedazo se caserón y finca pertenecientes a gente de mucha alcurnia, que habían sido incautados por el ejército.
Unos preferían esconderse en la propia casa, en algún camaranchón secreto con salida de escape o ventanuco al corral; hubo quien pasó la Guerra oculto bajo un montón de leña; otros se escaqueaban durante el día y aparecían a dormir en su cama por la noche; se dio el caso de una recién casada que, con el marido supuestamente en el frente de Madrid, le crecía y crecía la barriga y no sabía cómo ocultársela, naciendo felizmente la criatura a los pocos días de acabar la Contienda, cosa que el padre celebró contento y feliz, ya a cara descubierta, por no haber estado en la trinchera de los perdedores. Pero aún había otros a los que llamaban «emboscados» (no tiene nada que ver la palabra con «el maquis» o resistencia a ultranza en la posguerra, que eso se dio mucho en el norte de España).
Los emboscados de por aquí eran los que se echaban al monte, «al bosque»; algunos con armas, que se las traían del frente cuando ponían pies en polvorosa y decían «¡esto no es pa mí!». En la Sierra de Ricote hubo la más famosa «partida» de emboscados, que escapaban siempre a las batidas y tiroteos de la Guardia de Asalto; este grupo fue conocido con el nombre del que lo lideraba, que no voy a desvelar aquí. Luego, una vez que volvieron a tañer las campanas en los campanarios y los curas tornaron a sus misas, ellos se presentarían a la nueva autoridad (militar), exultantes de su «no colaboración con el ejército rojo», y recibirían parabienes y hasta empleos con gorra de plato.
En general, todos ellos constituyeron una especie de «resistencia» pasiva, una forma de no tomar parte en la sangrienta lucha de las dos Españas. ¿Tenían ideología estos muchachos? Quizá sí, pero no hasta el punto de defenderla matando o exponiéndose a morir, que eso es harina de otro costal. En general, los incorporados a filas, se podría decir que era por dos motivos pricipales: el primero y más común, el geográfico, es decir, tú habías nacido aquí, eras de la provincia de Murcia, por poner un ejemplo, y te tocaba pegar tiros para allá, para el otro lado; te daban una instrucción de urgencia con un fusil de palo y te mandaban a la trinchera. Claro que lo mismo ocurría con el que era de la provincia de Salamanca (poner otro ejemplo), a ese le ordenaban a pegar tiros para acá, para este lado. Así de sencillo: según fueras de un sitio o de otro, te obligaban siempre a matar al de enfrente.
El otro motivo era por ideología; en estos casos se alistaban voluntarios tan contentos. Leí una carta de uno de Cieza: «Queridos padres —decía el chico—, no os preocupéis por mí, que estoy muy bien; aquí estamos matando munchos fascistas; ¡no vamos a dejan ni uno!» El muchacho ignoraba que los «fascistas» no se dejaban matar tan fácil, y, en un momento en que salió de la trinchera para aliviar la vejiga, lo barrieron con una ráfaga de ametralladora. ¡Una lástima! Ni que decir tiene que en el otro lado ocurría tres cuartos de lo mismo: los convencidos por ideología estaban igual de encantados «matando rojos». (Lo del apelativo era muy importante, porque eso borraba mucho la esencia humana de la víctima y la muerte quedaba como más legitimada, más guay.) El chico ciezano de la carta, en un siguiente párrafo escribía: «Papa, llev’usté cuidaico no vayan a ir a por usté…», pues el padre era cobrador de las cuotas de un sindicato de Acción Católica, y eso también podía ser suficiente para echarle el Sambenito de «fascista»; de hecho lo detuvieron; pero fue porque la burra, de noche, se rascaba el culo en los barrotes del postigo de las monjas, y la mujer tuvo que buscar influencias para que los del Comité lo soltaran.
Había otros casos excepcionales: con ideología, con odio, con ganas de ir a por el enemigo, pero en geografía contraria; esos casos se resolvían «pasándose»: los del ejército nacional cruzaban las líneas gritando: «¡No disparéis camaradas, viva el comunismo libertario!» (eran los menos); mientras que los del ejército republicano se pasaban, con los brazos levantados, repitiendo a voz en grito: «¡Viva Franco, arriba España!».
Pero unas décadas antes de toda esta historia que les estoy contando de la maldita Guerra Civil, había llegado a Cieza un inglés emprendedor, Bernard H.B. (para los que aquí, «Bernardo», fundador de la saga de los Brunton en nuestra localidad). Entre las varias empresas que llevó adelante hubo una algo singular, creada para realizar prospecciones mineras en la Sierra del Oro, con el fin de hallar y explotar vetas de mineral mediante galerías subterráneas. Los mineros se instalaron en una casica junto al Pozo de la Nieve, justo en el paraje del Madroñal. Luego, cuando se hartaron de picar sin mucho provecho ni porvenir, se largaron entregando a mi abuelo Joaquín la llave de dicha casa y un puñado de herramientas mineras y cachivaches varios: un carretón de madera con rueda de hierro, varios picos, una barra de atacar cargas de dinamita, una polea grande de madera, una cuerda de esparto gruesa y varios carbureros (uno de aquellos carbureros, peligrosos por ser de rosca, aún me sirvió a mí para empezar a hacer espeleología con el GECA de la OJE de Cieza).
Llegaron a realizar, al menos que yo conozca, cuatro o cinco galerías en diversos lugares de un área concreta de la sierra, en busca de las ansiadas vetas de mineral, que parecían ser esquivas. Una de estas minas, creo que la más prometedora, que no tendría más de 40 o 50 metros, estaba en una abrupta ladera poblada de albaidas y lentiscos, un lugar muy poco accesible y casi oculto para quien no conociese bien el terreno.
En los tiempos de la Guerra, una familia que habitaba en un paraje cercano tenía prolífica descendencia, y, entre los hijos varones, dos de ellos estaban en edad de marchar al frente. A estos dos fulanos, que les habían apodado «los Marqueses» y eran de inclinación de mal vivir, lo de exponerse a las balas en el frente no entraba en sus aficiones. Así que se ocultaron; ¿dónde? En esta ultima galería citada. ¿Quiénes lo sabían? Su familia y algunos vecinos que eran de la condición de «ver, oír y callar».