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Allá donde nacen las acequias, con mi nieta Paula
Mi primer médico fue Don Mariano
Marín-Blázquez («Marianito», que decía la gente, para diferenciarlo quizá de
otro gran médico del pueblo: Don Mariano Camacho; al menos así le llamaba mi
madre, que fue «niñera» de señoritos en casa de otros Marín-Blázquez y los
conocía bien, tanto a él, como a sus hermanas). A Don Mariano Marín-Blázquez lo
hicieron alcalde veinte días antes de nacer yo. Era muy jovencico entonces y mi
padre y mi madre se habían «igualado» con él para tener alguna cobertura
sanitaria, sobre todo para el bebé que les venía. Pues hasta el 1 de enero del
año 1967, que entrara en vigor la Ley General de la Seguridad Social, lo que
funcionaba para las familias eran las «igualas». Esto era una especie de contrato
privado, por el que mediante un pago periódico, tenías derecho a que un doctor
te atendiera en su consulta, te visitara en tu domicilio y te recetara los
fármacos pertinentes, que tenías que pagar de forma íntegra en la farmacia.
Mi madre le tenía fe a Marianito, y, aún luego, después
de tener la cartilla de la Seguridad Social y un médico asignado gratis, en mi
casa se seguía pagando la iguala con aquél; de forma que se disfrutaba así de
una segunda opinión: mi madre iba y le decía «Mir’usté Don Mariano lo que m’ha
mandao el médico del Seguro pa mi nena pequeña, que tiene calentura y tose
muncho, y no me come nada». A lo que este galeno, muy amable, prescribía alguna
otra cosica para complementar: «Toma, le vas a poner estos supositorios
balsámicos y, por la noche, antes de acostarse, le aplicas “Vicks vaporub”; ah,
y para las ganicas de comer le das Quina San Clemente» (esto último era una
especie vino añejado con quinina).
A
Don Mariano Marín-Blázquez, mi madre iba algunas veces a buscarlo al mismo
ayuntamiento, y él, muy solícito, la atendía en su despacho de alcaldía (los
alcaldes no cobraban en tiempos de Franco, ¡ojo!; ni los concejales), o le decía «No te preocupes, Paca, que en cuanto
acabe una reunión (o un pleno o lo que
fuera), paso por tu casa». Pues entonces era muy común que los médicos
visitaran a los enfermos en sus domicilios, incluso en el campo, incluso de
noche, incluso bajo inclemencias del tiempo. Los buenos médicos eran muy
admirados y tenidos en consideración por las familias, y el trato del médico de
cabecera, o de la iguala, con sus pacientes era más humanizado y más confiado
que ahora.
Al poco de ser
nombrado alcalde y casi recién nacido yo, se pegó fuego arriba de la Sierra del
Oro, lo cual coincidió, ¡qué casualidad!, que mis padres fueron aquel día al
ayuntamiento en demanda de Don Mariano porque me había puesto malico. (Mi cuna
era un columpio de tablas, de los de la fruta, en una barraca de cañas, bajo el
quijero de la Acequia de Los Charcos, en ese mismo paraje de la huerta). Para
el hombre, sin experiencia en la brega de la alcaldía, a la vez que no
renunciaba a su deber médico con aquel neonato, que era yo, daba órdenes en
relación con el siniestro forestal al jefe de la Policía, que era un tal
Bartolo «Guadaña» (la Jefatura de la Policía municipal estaba en el propio
edificio consistorial, con puerta a la Calle Cartas). «Bartolo, usted sabrá
mejor que yo qué es lo que se hace en estos casos; de modo que disponga lo
conveniente» —le dijo en presencia de mi madre y mi padre. En aquellos casos lo
que se hacía era que, entre policía municipal y Guardia Civil, se reclutaban
voluntarios (y no voluntarios) por la calle, y se acudía a tratar de apagar el
fuego con azadones, palas, ramas, tierra y poco más. Pues no había otros medios
ni pistas forestales por las que llevar agua ni trasladar a bomberos u otro
personal especialista.
Marianito fue el médico en mi niñez, y, como en mi
familia observé siempre una actitud de admiración hacia su persona, yo también
le tuve aprecio y amistad hasta el fin de sus días. Fue alcalde de Cieza poco
más de seis años, que era bastante para la época, pues por aquellos tiempos, el
gobernador civil, por «quítame allá estas pajas», les mandaba «el motorista» y a
otra cosa, mariposa. En dicho sexenio y coincidiendo ya con el «Gobierno de los
Tecnócratas» a nivel nacional, en Cieza se construyeron más de quinientas
viviendas para familias de renta baja (poco después se construiría el «Grupo 20
de noviembre» con otras cien más). Nunca se realizaría una acción social
habitacional tan importante en este pueblo, como se hizo durante aquellos años.
Don Mariano Marín-Blázquez, cuando ya no tenía igualas
(al menos, ya no la nuestra), fue el doctor de los ancianos en la Residencia
San José y San Enrique, que él mismo había contribuido a su fundación para
trasladar el Asilo, que se hallaba situado en el viejo Convento en condiciones
paupérrimas, bajo los abnegados cuidados de las monjitas del Carmelo, con la madre
Blanca a la cabeza, cuyo nombre habría que perpetuar de alguna manera en la memoria de este
pueblo. (Por mi oficio, tuve ocasión de visitar más de una vez aquellas
dependencias, que Sor Blanca gestionaba con la caridad y las exiguas pensiones
de los viejos desvalidos.)
Y para acabar este artículo, cuento una anécdota
graciosa de Don Mariano, ya mayor el hombre. Ocurrió en la presentación de un
libro en el aula de la CAM. El autor era mi amigo Juan José Avellán, el ciego;
la obra, divertidísima: «Las cosas de
Juan José». A la hora del coloquio, se levantó Don Mariano Marín-Blázquez,
«¡Yo quiero contar algo sobre Juan José!» —dijo con excelente buen humor—, y
salió al pasillo central donde todos los asistentes lo podíamos ver. Refirió
entonces que el ciego y él coincidieron en primero de medicina en la
Universidad de Granada; dijo que el profesor de Anatomía era de lo más serio y
riguroso, y aseguró que Juan José vivía entonces una juventud feliz. Contó que
el examen de dicha materia era oral y que el catedrático puso en manos de Juan
José un fémur humano, «Háblenos usted de este hueso» —refirió Don Mariano que
aquél exigió al alumno. Por la forma en que lo contaba, ya veíamos todos
el fémur en la mano del médico (en tanto que el ciego se mantenía sentado
arriba, con figura hierática, en la mesa de presentaciones, escuchando). Pero
en aquel remoto momento del teatral relato de Marianito, y al parecer sin saber
Juan José cómo empezar su disertación, lanzó el fémur hacia arriba en el aire.
Don Mariano realizó tal gesto cual un divertido malabarista, y les aseguro que
todos en la sala vimos el fémur de «2001,
una odisea en el espacio», de Stanley
Kubrick, que los monos lanzan al cielo y se convierte en nave espacial.
«¡Suspenso! ¡Suspenso! ¡Suspenso…!» —gritó el profesor, según Don Mariano
Marín-Blázquez.
(Y ahí, miren por dónde, acabaría la carrera médica del joven y apuesto, y
entonces vidente, señor Avellán —con “v”— y empezarían las «Cosas de Juan
José».)
©Joaquín Gómez Carrillo
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