Cresta rocosa de «lomo de iguana» en el cerro longitudinal de «Los Paredones» (para los abaraneros: «Las Ventanicas»).
Hace
muchos años se instalaban las atracciones de la Feria en el «Solar de Doña
Adela». Era este un lugar mágico al que se accedía por la puerta que daba al
Paseo de los Mártires, engalanada al efecto con bombillas de colores. El Solar,
como muchos de ustedes recordarán tenía dos niveles, separados por unos escalones
desangelados que había llevar mucho cuidado al bajarlos. En la parte de arriba,
donde estaban los futbolines que regentaba un hombre cojo, ponían las caseticas
de feria más reducidas: la de las escopetuchas de perdigones, con las que había
que darle a un palillo mondadientes, vertical, en cuya punta superior llevaba
pinchado un Ducados (cosa bien difícil), la de los espejos deformantes, la de
los cristobicas (guiñoles),y, entre algunas más, la de una mujer entrada en
carnes que rifaba cayadas de caramelo, «¡por una peseta, un garrotazo!»,
voceaba; la ruleta consistía en una especie de esfera suspendida que giraba en
torno a un eje vertical, la cual tenía 36 ventanita de colores en su ecuador
que pasaban por delante de una luz interior, de forma que al detenerse quedaba encendido
el número agraciado; recuerdo que una noche, harto de mirar y de no fiarme del
azar caprichoso, me saqué una rubia del bolsillo y la aposté a un número (‘en
el término medio está la virtud’, pensé), y le pedí a la mujer el 18. Ella
dijo: «…toma, moreno», y me dio un cartoncillo sobado; después, con su mano
grácil y ensortijada, empujó la bola y la echó a rodar como si fuera la del
mundo en el día de la creación. ¿Qué dirán ustedes que pasó? Pues que tras
completar varias vueltas, a partir del 14 la esfera se notaba «cansada» y fue
saltando al 15, al 16, y, casi sin poder superar ya el 17, la inercia luchó con
la gravedad y a duras penas venció la primera, o sea, la inercia del
empujoncito primario de la mujer, y ¡oh, maravilla!, quedó iluminada la
ventanita del 18, el número de mi cartón, que la señora me cambió por una
cayada de caramelo de las que tenía colgadas en un cordelico de pita; «¡…un
garrotazo para ti, moreno!», proclamó fuerte para darse publicidad.
En el plano de abajo del Solar, que era el espacio más grande, estaban las atracciones de montar: la noria, el tiovivo, la montaña rusa de rulos, los coches de chocar, el tren de la bruja, etc. Y, en medio de aquel barullo de músicas, pitos y voces emocionadas de la juventud, había un hombrecillo, que por lo visto iba de feria en feria ganándose unas peseticas sin engañar a nadie; la cosa era clara: llevaba un taco grande de madera, en el que ponía tres púas generosas a medio clavar y ofrecía apuestas de un duro para que los valientes las clavasen del todo: las tres púas, de tres martillazos certeros, uno a cada una; de conseguirlo, el fulano se llevaba un paquete de ducados, y si no lo conseguía, que era lo más normal, se llevaba un duro menos en el bolsillo. A mí me daba cierta pena aquel hombrecillo, que poseía por todo equipo para ganarse la vida un taco de madera, un martillo y un manojo de púas.
Cuando mis hijas eran pequeñas, solíamos viajar a Madrid por Navidad, o en los días previos a la Navidad, y nos gustaba caminar por la zona centro: visitábamos el Museo del Prado, subíamos por la Carrera de San Gerónimo, nos dábamos una vuelta por la Plaza Mayor, entrábamos al Palacio Real, paseábamos por la Gran Vía; y les hacía fotos con la Nikon en la Plaza de España frente al monumento de Don Quijote y Sancho, en la Plaza de Oriente, donde a diario una mujer se llenaba de gorriones por todo el cuerpo y que poco tiempo después de verla nosotros falleció y salió en el telediario; o también las retrataba en Parque de la Montaña frente al «Templo de Debod» (este templo, procedente del antiguo Egipto, fue regalado a España por parte del presidente egipcio Nasser, cuando el gobierno español colaboró en 1968 en el ingente traslado de templos y monumentos, piedra a piedra, que corrían el peligro de anegarse por las aguas de la enorme presa de Asuán, construida en el Nilo). Y un día, caminando por la Puerta del Sol y tras enseñarles el «Kilómetro cero» de las carreteras radiales españolas, nos ocurrió lo de aquel intento de timo, que no llegó a producirse, ¡vaya!
Bastantes años atrás, yo conocía el Rastro de Madrid (antes incluso de que Patxi Andión hiciera aquel tema tan chulo, «Este el Rastro, señores, vengan y anímense, les vendemos barato con el precio en inglés…». Y había visto funcionar los triles, siempre a hurtadillas de la policía los trileros. Era algo impresionante, y recuerdo que el timador cantaba «¡mil, dos mil; mil, dos mil…!, o sea que apostabas mil pesetas y si acertabas el cubilete de la bolita, te llevabas dos mil. El trilero, mientras no paraba de anunciar su estribillo, iba moviendo los triles ante la concurrencia, y tú comprobabas que era fácil: tenías muy claro en todo momento dónde estaba la bolita; es más, uno de los presentes (el «gancho», seguro) apostaba de vez en cuando un billete verde y trincaba dos mil pelas sin problema; era aparentemente fácil. Yo tenía 17 años entonces y mi única incursión en el azar había sido lo de la garrota de caramelo, no obstante me fijaba en los divertidos movimientos de los cubiletes. Porque, ¡amigo!, cuando la apuesta era de un incauto, ¡ni dios podía adivinar dónde paraba la bolita!
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