Guillermo del Madroñal (fotografía de Fernando Galindo)
El camino de la vida, ya saben ustedes a dónde va a parar; pero en el mejor de los casos atraviesa por el paisaje, a veces fructífero, a veces feliz y a veces desértico, de la vejez. Escribo esto escuchando a ese «viejo» maravilloso que perdimos hace algunos años: Leonard Cohen. Pero ese era un caso aislado, especial; la mayoría no sabemos envejecer y vamos un poco a trompicones, perdiendo facultades y dejando que las nostalgias se tornen en resignación, los proyectos en renuncia y los achaques en rendición.
Yo me fijo en las diferentes maneras de envejecer que tienen las personas. Las hay que se rebelan constantemente, que siempre van a remolque de la acción del tiempo y de la edad, intentando borrar las huellas de los días y los años; y a veces lo consiguen, en mayor medida las mujeres por razones obvias: coloración del cabello, cuidados de la piel, elección de prendas de vestir alegres, etc. Sin embargo, hay un momento en que todo se descubre; es como si al prestidigitador se le cayeran las cartas al suelo en el más difícil de sus trucos; es el momento en que nada puede tapar el engaño y aparecen de pronto juntos todos los años, que no pasan en balde, de la edad; y la persona ya no se reconoce en los espejos y solo le valen las fotos antiguas, rejuvenecidas por el olvido, que halla quizá en los cajones de sus recuerdos.
Hay otros hombres o mujeres que, a una edad mediana, tienen un cambio físico grande, suben de golpe varios escalones en la carrera aparente del tiempo, y entonces ahí se detienen; y pasan años y décadas con un mismo aspecto. Me decía un científico y deportista que conocí hace un par de años en la Cueva del Puerto, que él envejeció a los cuarenta; yo no sé la edad que ya contaría el hombre cuando esto, pero se mantenía en ese mismo escalón de la vida ganado hacía varias décadas, ¡sorprendente! A esas personas, en realidad es difícil calcularles la edad, pues pueden llegar a los setenta y a los ochenta con una imagen y una vitalidad que «congelaron» un día a los cuarenta. Normalmente son personas de físico mediano, de peso ágil y llenas de proyectos vitales irrenunciables; claro, eso siempre que no les pille por medio el hacha de una enfermedad.
Existe otro modo de caminar la senda de los viejos, que es el de esas otras personas por las que, sencillamente, no pasan los años. Son casos especiales: siempre están igual; parece que hubieran hecho un pacto con el diablo (es lo que se dice de forma malévola). Sin embargo, un día, cuando ya nos habíamos acostumbrado a verlas «eternamente» con la misma imagen: el mismo cabello, la misma sonrisa, los mismos andares, la misma jovialidad, ¡zas!, cae sobre ellas el rigor de los años de golpe, como llovido del cielo: la calvicie (en los hombres), la incipiente chepa, la mengua de la estatura, la sombra alargada de la cara o la torpeza de los pasos. Es ley implacable (no se escapa ni el gato).
Pero, en fin, lo más normal es que la vejez aparezca en la vida a golpes, lentos quizá pero constantes, a capuzones, como decimos por aquí; pasas un duelo de un familiar: un capuzón; pasas una gripe: un capuzón; te vas a la playa unos días: un capuzón cuando vuelves; te operan de alguna cosucha: un capuzón. Y así vas recorriendo el camino inexorable, a fuerza de capuzones, y dándote cuenta de la merma de tus posibilidades. Es ley también, si tu meta es llegar a la ancianidad, claro; y, desde luego, lo ideal es alcanzarla en condiciones aceptables (porque eres tú quien las ha de aceptar, ¡ojo!).
Otros lo llevan muy mal. (¿Se acuerdan de Camilo Sesto? ¿Qué se haría el fulano en la cara, que parecía una muñeca barbie? Esos, normalmente no llegan a muy viejos, pues no aceptan el empuje avanzado de la vida; desearían poder «vender su alma» al diablo por mantenerse jóvenes; cosa que no es posible. Nadie puede vivir contra natura, sino que hay que aceptar lo efímero, lo pasajero, los cambios hacia el deterioro físico y, en muchos casos, mental. El Universo también tiende al caos; está en movimiento sin retorno: los planetas y las estrellas jamás regresan al mismo punto. Todo es viajero, como los ríos y como el viento; incluso los árboles, que pueden dar fruto tras mil años de existencia, un día son pasto del gusano del tiempo.
Por el contrario, hay personas que, sin ocultar ni disimular su edad, viven siempre jóvenes, hasta el final. Pues la edad es la suma de los años, pero el ser joven es una actitud, ¡nada que ver con la edad!, y algunos hombres y mujeres poseen de natural ese valor: el de la juventud; y, aunque se aproxime el momento inexorable de la tormenta postrera, cuando en el ser humano «todo llegue a ser nada», estos van por la vida llevando en la frente, en las manos y en las comisuras de la boca su eterna actitud juvenil. Son los jóvenes perfectos.
Sin embargo, de todos, todos, me gustan los que se hacen viejos con la dignidad esculpida en el rostro (caso de Cohen, que mentaba al principio); estas son las que poseen el don de las «buenas personas» (aquellas otras, en cambio, que llevan retestinado el espíritu por dentro les aflora en la cara el signo malo de su propia penitencia). Es, la de la gente buena, la vejez más elegante. A algunas de estas personas se les aprecia en torno a los labios las marcas de las sonrisas bellas como los anillos añosos de los troncos talados de los árboles. Normalmente, tienen ojos de mirar profundo, pues es lo más valioso que se adquiere con los años bien llevados: la visión pacífica del rodar del mundo.
Pero, resumiendo, la vejez es como una carrera de obstáculos, que hay que ganarla con limpieza, tesón y deportividad. Y en esa carrera ves quizás a otras personas, algunas muy amadas, que salen de forma accidental, sin poder cubrir los últimos tramos, la recta final de la meta. Y no puedes hacer otra cosa que seguir, y dejar en una curva del camino al ser que caminaba junto a ti, y que no podrá alcanzar la tierra prometida de la vejez, que es el paso más seguro para ganar el fin último de esta vida: la muerte. Esa es la ley del mundo, de este mundo.
©Joaquín Gómez Carrillo
La escritura es una magnífica gimnasia para mantener la mente si no joven, al menos sí ágil y viva. Cohen la practicó y, aunque falleció con motivo de un prosaico accidente doméstico, en sus años postreros dio muestras de dignidad, elegancia y plena aceptación de lo inevitable.
ResponderEliminarSaludos de un pariente lejano.
José María Riquelme Gómez
Muchas gracias José María, me alegra y me sorprende tu amable comantario. No sé si nos hemos visto alguna vez, pues siempre he sabido que estaban en Canadá, o por alguna parte de América. Tu madre, Pepita, prima segunda de mi padre, siempre fue muy amable y muy familiar conmigo; y con tu padre, Juan, me une una amistad entrañable. Siento haber visto este comentario a destiempo. Pero te agradezco mucho que lo hayas hecho. Un abrazo.
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